Sarah: Ordenar sacerdotes casados es una catástrofe pastoral
En el libro "Desde lo más profundo de nuestro corazón", el cardenal Sarah extrae las consecuencias de las enseñanzas de Benedicto XVI, especialmente a la luz del Sínodo del Amazonas en el que estuvo presente. "Suavizar" el celibato sacerdotal, dice Sarah, causa devastación ante todo a los fieles, porque se verían privados del signo visible de que el sacerdote pertenece totalmente a Dios. El problema está en algunos obispos occidentales y sudamericanos que viven el celibato como una carga. Y ataca el supuesto derecho a la Eucaristía: "Una comunidad que se forma con la idea de un ‘derecho a la Eucaristía’ no puede ser discípula de Cristo".
El cardenal Robert Sarah sigue la estela de las enseñanzas que el Papa emérito ha ofrecido tanto en el libro "Desde lo más profundo de nuestro corazón", centro de la controversia, como a lo largo de su pontificado. No se trata de un uso forzado de esas reflexiones, sino de una integración a la luz de lo que el cardenal pudo experimentar durante el reciente Sínodo: "Durante el Sínodo sobre el Amazonas, me tomé el tiempo de escuchar a las personas que trabajan en el campo y de hablar con buenos misioneros. Este intercambio de información reforzó dentro de mí la idea de que la posibilidad de ordenar hombres casados representaría una catástrofe pastoral, una confusión eclesiológica y un oscurecimiento de la comprensión del sacerdocio”.
En su discurso, Sarah muestra una gran clarividencia sobre los efectos que el debilitamiento del celibato causará en la Iglesia, por esa pertenencia ontológica del celibato al sacerdocio, subrayada por la luminosa y decisiva expresión de Benedicto XVI: "Nunca un Papa –apunta el cardenal- ha expresado con tanta fuerza la necesidad del celibato sacerdotal".
Las consecuencias serán devastadoras sobre todo para los fieles, porque se verán privados del signo visible de que el sacerdote pertenece totalmente a Dios, una pertenencia que funda y sostiene su donación a los hermanos. Sarah habla por experiencia y cuenta cuando, siendo un joven sacerdote, iba a las aldeas remotas de Guinea, constatando la fidelidad de aquellas comunidades cristianas que no habían recibido la visita de un sacerdote durante años. Esa larga abstinencia sacramental tuvo el efecto de despertar en ellos el hambre y la sed de los sacramentos. Sarah recuerda cómo "al cruzar los pantanos en piraguas improvisadas [...], o al vadear por arroyos peligrosos en los que temíamos ser tragados, sentía en mi cuerpo la alegría de haberme donado enteramente a Dios, de estar disponible y entregado a Su pueblo".
En estas experiencias concretas, pudo ser testigo de la alegría "de la acogida a un sacerdote en una aldea africana que reconoció en él al Cristo Esposo: ¡Qué explosión de alegría! ¡Qué celebración!". Estos pobres no tenían ningún estudio histórico o teológico; sin embargo la gente pobre y sencilla "sabe reconocer con los ojos de la fe la presencia de Cristo Esposo de la Iglesia en el sacerdote célibe". Tocar este infalible sensus fidei "sana para siempre de todas las formas de clericalismo" y de cualquier idea de que el celibato es "una carga demasiado pesada de soportar".
Ésta es la razón, según el cardenal, que está detrás de la "renuncia" a defender el celibato obligatorio: "Tengo la impresión de que para algunos obispos de Occidente o incluso de América del Sur, el celibato se ha convertido en una carga. Permanecen fieles a ella, pero no encuentran el coraje para imponerla a los futuros sacerdotes y comunidades cristianas, porque para ellos es una causa de sufrimiento". Pero es un terrible error de perspectiva, porque "el celibato sacerdotal bien entendido, aunque a veces pueda ser una prueba, es una liberación".
El cardenal Sarah también responde a aquellos que han inventado el derecho a la Eucaristía, que toda comunidad cristiana tendría en teoría: "El sacerdocio es un don que se acoge, como se acoge la Encarnación del Verbo. No es ni un derecho ni una obligación. Una comunidad que se forma con la idea de un ‘derecho a la Eucaristía’ ya no será discípula de Cristo", porque el fiel que no reconoce en la Eucaristía un don, sino un derecho, "demuestra que no es capaz de comprenderlo". Esta "lógica de la reivindicación eucarística", más que una expresión del pensamiento de las comunidades cristianas de la Amazonia, es el fruto "de obsesiones cuyo origen se encuentra en los círculos teológicos universitarios", en esas "ideologías llevadas a cabo por algún teólogo al que le gustaría utilizar las dificultades de los pueblos pobres como un laboratorio experimental para sus propios proyectos de aprendiz de brujo", privándolos así de un "poderoso motor de evangelización", como es el celibato.
Por eso la Iglesia, desde el principio, no ha tenido miedo de exigir la continencia a los candidatos al orden sagrado. El cardenal denuncia la "falta de honestidad intelectual" de quienes siguen repitiendo que siempre ha habido sacerdotes casados en la Iglesia: "Es verdad. Pero estaban obligados a una perfecta continencia". Y al mismo tiempo, la excusa de que el Oriente cristiano ha tenido siempre un clero casado, choca con la realidad histórica, en cuanto "ha aceptado sólo tardíamente que los hombres casados que se habían hecho sacerdotes pudieran tener relaciones sexuales con sus esposas", es decir, en el Concilio in Trullo de 691, a causa de un "error en la transcripción de los cánones del Concilio celebrado en Cartago en el 390". En cuanto al hecho de que las Iglesias orientales siguen teniendo un clero uxorato, el cardenal propone una reflexión que armonice la verdad histórico-teológica con la prudencia que proviene de la caridad y del conocimiento de la naturaleza humana: "Pienso que esta aceptación [de los sacerdotes casados] tiene como objetivo favorecer una evolución progresiva hacia la práctica del celibato no por medios disciplinarios, sino gracias a motivaciones propiamente espirituales y pastorales".
Toda la Iglesia necesita al sacerdote célibe porque, sin su presencia, "la Iglesia ya no puede tomar conciencia de ser la Esposa de Cristo". El celibato puede ser comprendido y vivido auténticamente sólo dentro de la lógica de la donación conyugal. Por eso el matrimonio y el celibato están íntimamente ligados: "Si uno es cuestionado, el otro vacila", como ya había señalado Benedicto XVI durante la vigilia en la plaza de San Pedro con los sacerdotes en el año dedicado a ellos. El riesgo entonces es que precisamente donde el matrimonio está en crisis o deformado, el debilitamiento del celibato terminará por debilitar aún más el testimonio del "don absoluto de sí mismo".
Sarah también se posiciona ante la propuesta del diaconado femenino, dejando claro que las diaconisas de los primeros siglos "no participaban en el sacramento del Orden" y se les prohibía "cualquier servicio en el altar durante la liturgia". Lo que está ocurriendo hoy en día es fruto de un "falso feminismo", que cede a la "tentación de clericalizar a las mujeres". Otro resultado del clericalismo también es pensar en fundar comunidades exclusivamente con la presencia de ordenados a toda costa, en lugar de centrarse en una verdadera formación de catequistas; una obsesión que al final choca con la llamada del Vaticano II a la vocación de los laicos y corre el riesgo de socavar el auténtico "dinamismo bautismal".
Sarah también responde con gran sentido común a aquellos que se aferran al hecho de que ya existen excepciones en la Iglesia en relación con el celibato obligatorio: "Una excepción es transitoria por definición y constituye un paréntesis respecto a la condición normal y natural de las cosas. Pero no es así en una región remota donde hay escasez de sacerdotes", porque es una condición que siempre ha caracterizado a los países de misión y hoy también a Occidente. Así pues, es evidente que "la ordenación de hombres casados, aunque hayan sido diáconos anteriormente casados, no es una excepción, sino una ruptura, una ruptura en la coherencia del sacerdocio".
Tampoco se sostiene el argumento de quienes creen que el celibato es ajeno a ciertas culturas, porque "no hay cultura que la gracia de Dios no pueda alcanzar y transformar".
La medicina para esta enfermedad mortal que afecta al sacerdocio, a su identidad, a su integridad y a su fecundidad vocacional es la que la Iglesia ha utilizado siempre para resolver las crisis que ha ido viviendo en su historia: "La crisis del sacerdocio no se resolverá debilitando el celibato. Por el contrario, estoy convencido de que el futuro del sacerdocio está en la radicalidad evangélica", que tiene su alma en una renovada y profunda vida de oración "asidua, humilde, confiada". Porque el sacerdocio, subraya Sarah, recordando una intervención de Ratzinger, es un carisma que viene de lo Alto: "Separando el celibato del sacerdocio, llegaremos al punto de no comprender el carácter carismático del sacerdocio". Esta "miopía" nos impedirá comprender el misterio mismo de la Iglesia: "El celibato –concluye Sarah- es un baluarte que permite a la Iglesia evitar la trampa que la llevaría a entenderse a sí misma como una institución humana, cuyas leyes se convertirán en eficiencia y funcionalidad".