Santa María, Madre de Dios
Con la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, la Iglesia celebra y confiesa que la Santísima Virgen es realmente la Theotókos («la que dio luz a Dios»), como la aclamaron los Padres reunidos en el Concilio de Éfeso del año 431, definiendo el primer dogma mariano de la historia, íntimamente vinculado a la divinidad del Hijo
Meditando sobre la Divina Maternidad de María, don Divo Barsotti (1914-2006) afirma que el aspecto extraordinario del cristianismo «no es sólo que una criatura llame a Dios, “Hijo”, sino que el Creador llame a una criatura, “Madre”». Con la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, la Iglesia celebra y confiesa que la Santísima Virgen es realmente la Theotókos («la que dio luz a Dios»; Deipara, según el correspondiente término latino), como la aclamaron los Padres reunidos en el Concilio de Éfeso del año 431, definiendo el primer dogma mariano de la historia, íntimamente vinculado a la divinidad del Hijo y al misterio de su Encarnación en el seno virginal de María. La una sólo se comprende a la luz del Otro, que a su vez es glorificado en todo honor y verdad respecto a la Madre, verdadero baluarte contra las herejías cristológicas, como demuestra la historia misma del dogma.
En el siglo V surgió, de hecho, la herejía de Nestorio, un arzobispo sirio que negaba la unión hipostática de la naturaleza humana y divina en la única persona de Cristo, afirmando la separación total entre ambas naturalezas que, según él, correspondían a dos personas diferentes: el hombre y el Dios. Como consecuencia de este error, Nestorio sostenía que María era madre sólo de la persona humana de Jesús y, por consiguiente, no había que llamarla Madre de Dios.
A esta herejía respondió de inmediato san Cirilo de Alejandría (370-444), que dirigió algunas cartas a Nestorio pidiéndole que reflexionara sobre la verdad del Credo y explicando que «el Verbo, uniendo a sí mismo hipostáticamente una carne animada por un alma racional, se hizo hombre […]. Por tanto, las naturalezas que se unen son distintas, pero Cristo y el Hijo son uno solo». La conclusión de Cirilo, fiel a la enseñanza de los antiguos Padres, fue la siguiente: nosotros llamamos a María «Madre de Dios, no porque la naturaleza del Verbo o su divinidad tuvieran origen en la Santísima Virgen, sino porque al nacer de ella el santo cuerpo dotado de alma racional, al que el Verbo está sustancialmente unido, se dice que el Verbo nació según la carne».
El Concilio de Éfeso afirmó la ortodoxia de la doctrina de Cirilo, condenó el nestorianismo y llegó a la solemne definición conocida como “fórmula de unión”: «Nosotros, por tanto, confesamos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, él mismo perfecto en la divinidad y él mismo verdaderamente hombre de alma racional y cuerpo, es consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, semejante en todo a nosotros; que es engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a divinidad, y él mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, es engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad. Por eso nosotros confesamos un solo Cristo, un solo Hijo, un solo Señor».
Con la proclamación de la Maternidad Divina de la Virgen María, los Padres conciliares rindieron honor a la Virgen definiendo dogmáticamente la gracia recibida de Dios y por la cual su prima Isabel, llena del Espíritu Santo, la saludó («levantando la voz», según relata el evangelista Lucas) como «bendita entre las mujeres» y «madre de mi Señor». Y, al mismo tiempo, rindieron honor a la Santísima Trinidad por la obra llevada a cumplimiento en María con la Encarnación (Summum Opus Dei, como la definiría más tarde el beato Juan Duns Escoto) y protegieron a Cristo tanto de la herejía nestoriana como de otras herejías condenadas por precedentes concilios, pero aún vivas en la época, como al arrianismo y el adopcionismo, que niegan la divinidad del Hijo.
El profundísimo vínculo entre el misterio de la Madre y del Hijo lo podemos ver también en la decisión de celebrar esta solemnidad el 1 de enero, en la Octava del Nacimiento del Señor, con la liturgia que recuerda la circuncisión de Jesús -que tuvo lugar ocho días después de su nacimiento, según dictaba la ley judía- y, por tanto, la primera sangre derramada por el Niño Divino para la salvación de la humanidad; fue entonces, precisamente, cuando se le impuso el nombre de Jesús (Lc 2, 21), «Dios salva», tal como le había llamado el ángel. En virtud de su obediencia a la voluntad divina, María participa de manera única al plan de salvación y a la obra de su Hijo, «sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él» (Lumen Gentium, n. 56).
De su Maternidad Divina deriva otra verdad consoladora, a saber: la maternidad espiritual de María que se extiende a todos los redimidos, implícita en su sì en el momento de la Anunciación y ratificada por Jesús en la cruz, con el solemne y recíproco acto de entrega del discípulo predilecto a la Madre («Mujer, ahí tienes a tu hijo»), y de Ella al discípulo («Ahí tienes a tu madre»). Utilizando las palabras de san Pío X: «Por tanto, todos nosotros que estamos unidos a Cristo […] tenemos que considerarnos salidos del seno de la Virgen como un cuerpo pegado a su cabeza. Por esto, en verdad, somos llamados, en un sentido espiritual y totalmente místico, hijos de María; y Ella, por su parte, es madre de todos nosotros».
Para saber más:
Lux Veritatis, encíclica de Pío XI en el XV centenario del Concilio de Éfeso (25 de diciembre de 1931)