San Columbano por Ermes Dovico

Santa Josefina Bakhita

En la encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI recuerda el ejemplo de Josefina Bakhita para meditar sobre la esperanza, virtud teologal que tanto había colmado la vida de la santa sudanesa, gracias al conocimiento del Dios verdadero

Santo del día 08_02_2024 Italiano English

En la encíclica Spe Salvi, Benedicto XVI recuerda el ejemplo de Josefina Bakhita para meditar sobre la esperanza, virtud teologal que tanto había colmado la vida de la santa sudanesa, gracias al conocimiento del Dios verdadero. «A través del conocimiento de esta esperanza ella fue “redimida”, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios», escribe Ratzinger. El Dios que ella, ya “adoptada” por Italia, llamaba en dialecto veneciano, con la confianza de los santos, «el me Parón» («mi Dueño»).

Bakhita había tenido otros muchos dueños. Había nacido hacia 1869 en una aldea del Darfur, en el África profunda, transcurriendo serenamente la primera infancia en una familia numerosa. Hacia los nueve años fue secuestrada por dos mercaderes de esclavos y, tras diferentes vicisitudes, pasó de un dueño a otro hasta que fue comprada por un general turco, que se mostró el más cruel de todos. Incluso un día sufrió el rito del tatuaje de los esclavos. En su cuerpo se gravaron más de cien cortes: 6 en el pecho, 48 en el brazo derecho y unos 60 en el vientre, que fueron cubiertos de sal. «Cómo me sentía, no lo podría decir. Me parecía morir a cada momento…», recordará después, dictando - bajo insistencia de las religiosas - su diario.

La compró después un agente consular italiano, Callisto Legnani, que «me quería mucho». Al intensificarse la Guerra Mahdista, el cónsul decidió volver a Italia y Bakhita le suplicó que se la llevara consigo, convenciéndole. Legnani la donó a la mujer de un amigo, Maria Turina Michieli, que buscaba una niñera para su hija. Dos años más tarde, en 1888, cuando por negocios la señora Michieli partió a Sudán, la joven Bakhita y la niña fueron confiadas a las religiosas Canosianas de Venecia, donde la futura santa pudo iniciar el catecumenado. Fue así como Bakhita comenzó a ser instruida poco a poco por las religiosas sobre «ese Dios que desde niña sentía en el corazón sin saber quién era».

De vuelta del Sudán, «unos nueve meses después, la señora Turina vino a reclamar sus derechos sobre mí. Yo me negué a seguirla a África, porque todavía no estaba bien instruida para el bautismo». A pesar de su ánimo dócil y el agradecimiento que sentía por la señora y la niña, Bakhita estaba decidida a quedarse con las religiosas. Dirá después: «Era el Señor quien me infundía tanta determinación, porque quería hacerme toda suya».

El 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo, la Confirmación y la Primera Comunión. Fue bautizada como Josefina María Margarita Bakhita, nombre - este último - que le habían dado sus raptores y que significa “Afortunada”. Sintiendo la vocación religiosa, tres años más tarde inició el noviciado en las Canosianas, y el 8 de diciembre de 1896, en Verona, profesó los votos. El nuevo patriarca de Venecia, José Sarto (san Pío X), le había dicho: «Pronunciad los santos votos sin temor. Jesús la quiere, Jesús la ama. Usted ámelo y sírvale siempre así».

En 1902 fue trasladada al convento canosiano de Schio, donde transcurrió, con algunas interrupciones, los últimos 45 años de su vida terrena. Allí trabajó como cocinera, portera, bordadora, y durante la Primera Guerra Mundial ayudó en la enfermería en el hospital que se había equipado dentro del convento. Sonriente, con voz serena, hablando sólo en véneto, transmitía siempre con pocas palabras sencillas la confianza en el Dios bueno, unida a la seguridad de ser amada. También fue sacristana, un servicio que le gustaba mucho porque podía estar más tiempo contemplando a Jesús en el Sagrario. Los habitantes de Schio y las niñas acogidas en el instituto de las Canosianas la llamaron “Madre Moretta” (Madre Morena). Su historia fue conocida en toda Italia. Nunca sintió ningún rencor por el pasado, al contrario, decía: «Si volviera a ver a los negreros que me secuestraron y también a quienes me torturaron, me arrodillaría a besarles las manos, porque, si eso no hubiera sucedido, ahora no sería cristiana y religiosa».

Los últimos años los pasó en una dolorosa enfermedad, que unió a los sufrimientos de Jesús crucificado. La Madre del Señor le dio consuelo en los últimos instantes en la tierra, tanto que sus últimas palabras, el 8 de febrero de 1947, fueron: «¡Qué contenta estoy… la Virgen, la Virgen!».