Santa Francesca Saverio Cabrini
Fundó escuelas, orfanatos, colegios femeninos, residencias de ancianos, guarderías, hospitales. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús y el amor a la Eucaristía fueron la fuente de su trabajo.
La fe inquebrantable en los designios de Dios fue el rasgo distintivo de santa Francesca Saverio Cabrini (1850-1917), que ya se puede comprobar en la elección de su nombre religioso, cuando añadió “Saverio” a su nombre bautismal en honor al gran misionero español que lo había dado todo por Cristo, anunciándolo en las tierras más lejanas y difíciles de Oriente.
La última de trece hijos de una rica familia campesina, nació en Sant’Angelo Lodigiano, al norte de Italia, y pronto quedó huérfana de ambos padres y se hizo monja después de graduarse como maestra de escuela primaria. Para continuar la misión de su santo de referencia, san Francisco Javier, Francesca quiso irse a China, pero comprendió que la voluntad divina sobre ella era otra. Fue primero el obispo de Lodi, que intuyó su capacidad de organización y sus virtudes, quien le aconsejó fundar un instituto religioso para ayudar a los muchos italianos que habían emigrado a América. La joven consiguió reunir a su alrededor a algunas compañeras y en 1880 fundó las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús, estableciendo casas en Lombardía y luego en Roma.
La perspectiva de la misión extranjera se concretó gracias a otro obispo, san Giovanni Battista Scalabrini. Aunque rechazó su propuesta de ayudar a la rama masculina de la congregación que éste había fundado, sí aceptó la dirección de un jardín de infancia y una escuela en Nueva York. Mientras tanto, fue el propio León XIII quien apoyó la oportunidad del camino de América. “El instituto es todavía joven -le dijo el Santo Padre- y necesita medios: id a los Estados Unidos, los encontraréis, y con ellos un gran campo de trabajo. Vuestra China es los Estados Unidos, hay muchos emigrantes italianos que necesitan ayuda”. Partió en 1889, realizando la primera de una veintena de travesías oceánicas en un trabajo incansable al servicio de las necesidades materiales y espirituales de sus compatriotas en el extranjero: “Los italianos aquí son tratados como esclavos... Tendría que despreciar mi patria para no sentirme herida viendo esto”, escribía acerca de los italoamericanos, a quienes ayudó a formar parte de la sociedad americana sin renunciar a su identidad y despertando su fe católica.
Asistida por las monjas y benefactores atraídos por su carisma, entre los que se encontraban algunos ricos italianos a los que implicó en la caridad, Francesca se ocupó de todos los grupos sociales frágiles o necesitados, desde los huérfanos hasta los enfermos, desde los jóvenes hasta los ancianos. Así es como todos empezaron a llamarla Mother Cabrini. Fundó escuelas, orfanatos, colegios femeninos, residencias de ancianos, guarderías, hospitales en Nueva York y Chicago, extendiendo su trabajo a California, luego a Argentina y de nuevo a las grandes capitales europeas, como Londres, Madrid y París. A los que la alababan por el éxito de sus iniciativas, respondía sinceramente: “¿No ha sido el Señor acaso quien ha hecho todas estas cosas?”. En Él encontraba la fuerza para superar cualquier dificultad, como se desprende claramente de sus escritos: “Si algo me parece difícil y pesado, duplicaré mi confianza y mi abandono en mi Amado, tratando de descansar totalmente en el Corazón Divino”.
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús y el amor a la Eucaristía alimentados por las largas contemplaciones ante el sagrario, con las que trataba de animar a sus religiosas, fueron la fuente de su trabajo. “Si sólo me ocupara de las cosas exteriores, por buenas y santas que sean, me debilitaría y languidecería; me perdería si perdiera la oración”, advertía indicando que su servicio a Dios en el prójimo nacía de un alma restaurada por la oración contemplativa y una vida interior muy intensa, que es el aspecto que más fácilmente se oscurece cuando se habla de las grandes santas capaces de transformar el mundo como Francesca Cabrini. Por eso Pío XII, que la canonizó y la proclamó “Patrona celestial de todos los emigrantes”, tenía razón al decir que “entre sus virtudes heroicas, la caridad de Cristo fue muy heroica en ella”. Fue la íntima unión con Nuestro Señor la que más que cualquier otra virtud animó su trabajo, por lo que los italoamericanos simplemente la llaman “nuestra santa”.