Santa Agustina Pietrantoni
Sirvió a Dios entregándose al cuidado de los enfermos. A sus hermanas de comunidad les decía: «No debemos descuidar nuestro deber de caridad para huir del peligro, aunque nos cueste la vida. Debemos esperarnos de todo. Así trataron a Jesús»
Santa Agustina Pietrantoni (1864-1894) vivió en los años inmediatamente posteriores a la Unidad de Italia, marcados por la radical hostilidad al catolicismo por parte del poder. Sirvió a Dios entregándose al cuidado de los enfermos, con una atención hacia el prójimo que llegó hasta el sacrificio de su vida: uno de los enfermos que cuidaba, en un gesto de locura, la mató.
Segunda de once hijos, la bautizaron con el nombre de Livia. Creció en una familia con una fe ardiente y en la que «todos se entregaban a hacer el bien y se rezaba a menudo», como contó un testigo. Ayudaba a sus padres, dos humildes agricultores. Después decidió entrar en las Religiosas de la Caridad de Santa Juana Antida Thouret, que en la Regla incluía este mandamiento: «Tú amarás».
Desarrolló su obra de caridad en el Hospital Espíritu Santo, del que se convirtió en director, dos años después de la llegada de sor Agustina, Achille Ballori, futuro Gran Maestre Adjunto del Gran Oriente de Italia. En cuanto asumió la dirección del histórico hospital, en el que habían servido santos como Felipe Neri, Carlos Borromeo y Juan Bosco, el masón Ballori expulsó a los 37 Padres concepcionistas que se ocupaban de la asistencia espiritual, hizo quitar los crucifijos y las imágenes sagradas, prohibió a las religiosas rezar en público y hablar de Dios a los enfermos. Con el tiempo, sor Agustina consiguió esconder en un trastero una imagen de la Santísima Virgen a la que cada día le llevaba una ofrenda de flores y le dejaba notitas. «Virgen Santísima», se lee en una de ellas, «consolad, calmad y convertid vos a ese infeliz con el que yo no puedo hablar».
Junto a las demás religiosas sufría a menudo ofensas e insultos, pero su generosidad hacia los enfermos nunca disminuyó: «De una gran dulzura, siempre estaba dispuesta a hacer, no solo lo que era su deber, sino mucho más y con gran dedicación. Dispuesta, humilde, alegre», recordó un médico. Tras curarse de una enfermedad contagiosa contraída en el hospital, se le asignó el cuidado de los tuberculosos, a los que seguía ofreciendo, con discreción, gestos de caridad a pesar de todo lo que debía soportar, como cuando un enfermo, al que le había quitado un cuchillo, la golpeó con un bastón. A sus hermanas de comunidad, que se preocupaban por ella, les decía: «No debemos descuidar nuestro deber de caridad para huir del peligro, aunque nos cueste la vida. Debemos esperarnos de todo. Así trataron a Jesús».
Ni cuando la contagiaron se negó a abandonar el cuidado de los tuberculosos. Tenía apenas 30 años cuando Giuseppe Romanelli, un hombre con antecedentes penales al que el hospital había expulsado por sus continuas intemperancias, le escribió una nota amenazándola de muerte, a pesar de que ella no tuviera nada que ver con su expulsión. La asesinó la mañana del 13 de noviembre de 1894. En su funeral había una multitud inmensa. Como escribió un cronista de la época, «no era la habitual fila de soldados bien alineados, la multitud de la oficialidad con colores raros y brillantes. Era la Roma del pueblo, era la amable, caritativa y santa Roma que daba el último saludo a la que, sacrificando latidos, pensamientos y vida, se había dedicado angélicamente a la caridad, al consuelo de los más pobres».
Patrona de: los enfermeros
Para saber más:
Homilía de Pablo VI para la beatificación (12 de noviembre de 1972)
Homilía de Juan Pablo II para la canonización (18 de abril de 1999)