San Juan Diego Cuauhtlatoatzin
El sábado 9 de diciembre de 1531 por la mañana, la Santísima Virgen se apareció al campesino Juan Diego Cuauhtlatoatzin. Así comenzó la extraordinaria historia de Nuestra Señora de Guadalupe
El sábado 9 de diciembre de 1531 por la mañana, la Santísima Virgen se apareció al campesino Juan Diego Cuauhtlatoatzin (1474-1548) en el cerro del Tepeyac, cerca de la Ciudad de México, presentándose como “la perfecta Virgen María, Madre del Dios verdadero y único”. Así comenzó la extraordinaria historia de Nuestra Señora de Guadalupe. El vidente era un humilde azteca que siete años antes había sido bautizado por los franciscanos, que fueron unos de los primeros misioneros en llegar a tierras mexicanas. De hecho, sucedió en los años inmediatamente posteriores al descubrimiento de América (el Imperio azteca había sido conquistado en 1521 por los españoles dirigidos por Hernán Cortés). Al recibir el sacramento, Cuauhtlatoatzin -que en náhuatl significa “el águila parlante”- tenía entonces 50 años y asumió el nombre cristiano de Juan Diego; su esposa fue bautizada con él bajo el nombre de María Lucía. La mujer murió cuatro años después y el viudo Juan Diego reaccionó a la pérdida orientando su vida aún más hacia Dios.
En este contexto tuvo lugar la aparición del 9 de diciembre, la primera de un ciclo de cuatro que finalizó el 12 de diciembre. Como relata un antiguo texto azteca (el Nican Mopohua) atribuido al indígena Antonio Valeriano (ca. 1522-1605), Juan Diego “vio a una joven dama llamándolo suavemente” y ordenándole que fuera al obispo para que le construyera una capilla, “porque yo soy la Madre misericordiosa de ustedes y de todos los que viven en esta tierra. Aquí escucharé vuestro llanto y sanaré vuestros numerosos dolores”. El vidente se presentó al obispo, el español Juan de Zumárraga, pero no se le creyó. En una segunda visión, Juan Diego, desconsolado, sugirió que se le confiara esa tarea a otro porque “soy un pobre indio”, pero la Virgen le dijo que tenía que ser él quien llevara a cabo la misión y le pidió que volviera al obispo. Zumárraga, después de interrogarlo sobre las circunstancias de la aparición, le pidió una señal. El indio entonces obtuvo la promesa de la Virgen, pero un acontecimiento inesperado complicó las cosas.
En el día decisivo, Juan Diego tomó apresuradamente otro camino, pensando en evitar la aparición, porque buscaba un sacerdote que administrara los últimos sacramentos a un tío moribundo. La Virgen se le apareció igualmente, le tranquilizó de la salud de su tío y le ordenó subir a la cima del Tepeyac, donde “encontrarás muchas flores. Recógelas y tráemelas aquí”. A pesar de la estación y del lugar, el indio encontró en la colina unas espléndidas flores de Castilla, una especie de rosas típicas de la región española, que guardó en su tilma, una prenda utilizada como manto y que para los pobres consistía en un simple y áspero tejido de fibras de agave. “Hijo mío, estas flores serán la señal para el obispo. Sólo en su presencia abrirás la tilma y mostrarás lo que llevas”, le dijo la Virgen. Juan Diego se dirigió de nuevo para ver al obispo Zumárraga: en el momento en el que tenía que mostrar las flores en su presencia y en la de otras siete personas, abrió el manto en el que se imprimió instantáneamente una imagen de la Madre Celestial con su rostro mestizo, ante la cual el obispo se arrodilló conmovido junto a todos los presentes.
Poco después fue erigida la capilla en el Tepeyac en honor de la Virgen y el obispo hizo construir una pequeña casa junto a ella, donde Juan Diego pasó los últimos diecisiete años de su vida terrenal ofreciendo oraciones y penitencias y muriendo con reputación de santidad, atestiguada por su culto ininterrumpido. Esas apariciones y la excepcionalidad de la imagen impresa en la tilma, conservada a lo largo de los siglos y sometida a diversos análisis científicos que han confirmado su naturaleza achiropita (es decir, no hecha por manos humanas), marcaron el inicio de una evangelización extraordinariamente vital y hoy en día millones de peregrinos acuden cada año a la actual Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, a la que los fieles llaman la Virgen morenita.
Juan Diego fue canonizado en 2002 por Juan Pablo II (gracias al reconocimiento de la curación milagrosa que tuvo lugar en 1990, del joven mexicano Juan José Barragán Silva después de las oraciones de su madre que había pedido la intercesión del entonces beato), quien recordó en su homilía cómo el santo indígena “facilitó el fructífero encuentro de dos mundos y se convirtió en protagonista de la nueva identidad mexicana, íntimamente unido a la Virgen de Guadalupe, cuyo rostro mestizo expresa su maternidad espiritual que abraza a todos los mexicanos”.