San José
Si, justamente, el antiguo refrán teológico afirma que nunca se dice lo suficiente sobre María, lo mismo se puede decir de su castísimo esposo, puesto que en ningún otro santo, salvo en la propia Madre de Dios, la dimensión del misterio es tan grande como en san José
Si, justamente, el antiguo refrán teológico afirma que nunca se dice lo suficiente sobre María, lo mismo se puede decir de su castísimo esposo, puesto que en ningún otro santo, salvo en la propia Madre de Dios, la dimensión del misterio es tan grande como en san José. Y en ningún otro santo las lógicas divinas parecen tan extraordinarias y sorprendentes respecto a las lógicas del mundo. La Iglesia enseña que sólo a Dios se le debe dar el culto de latría (adoración); a María se le ha reservado una veneración muy especial llamada hiperdulía («más allá de la dulía», es decir, del culto a los ángeles y santos), al que sigue inmediatamente la protodulía debido a José, al que hay que venerar como primero entre todos los santos.
El porqué lo explica muy bien León XIII en la Quamquam Pluries: «Porque entre la santísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad -al que de por sí va unida la comunión de bienes- se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella». Por tanto, el lugar que san José ocupa en el corazón de los creyentes, desde los fieles más simples a los más grandes teólogos, no es casual; desde hace siglos los pontífices exhortan a los cristianos a aumentar su devoción hacia el Custodio de la Sagrada Familia, lleno de suma fe, esperanza y caridad.
El Evangelio no le atribuye directamente ninguna palabra; sin embargo, su silencio y todas las circunstancias en las que se habla de él tienen un peso específico de gran magnitud. José vincula a Jesús a la descendencia de David; es el hombre llamado por Dios a colaborar en la realización de las profecías y en el cumplimiento de las antiguas promesas. Por ello, el primer capítulo de Mateo, el evangelista que con más frecuencia se dirige a los judíos, se abre con la genealogía de Jesús y -en su punto culminante- nos presenta a José como «el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo». Del mismo modo que Lucas profundiza la perspectiva interior de la Virgen, Mateo nos ofrece un retrato de los pensamientos de José, al que alaba como «justo». Un justo que en cada instante, por muy atormentado que este sea, pensó en proteger a María, evitando que fuera lapidada y custodiando su honor, hasta el consuelo del mensaje celeste: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados».
José, por tanto, abrazó su vocación de esposo e «hizo lo que le había mandado el ángel del Señor», tomando consigo a su esposa. Ese «hizo» nos dice mucho de este glorioso santo escondido, que ama la ley de Dios y que, por tanto, la observa, abandonándose totalmente a la Voluntad divina, con el pleno asentimiento de su intelecto. Igual que María dijo “sí” libremente a Dios, así hizo José: ambos sorprendidos por Él, ambos dispuestos a servir Su plan salvífico. «La sorpresa del casto José era comparable a la de la Virgen María en el momento de la Anunciación cuando preguntó: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón? María quería saber cómo es posible ser virgen y madre al mismo tiempo, y san José no sabía cómo poder ser virgen y padre», dijo el venerable Fulton Sheen (1895-1979) en una maravillosa catequesis: «El ángel del Señor les explicó a ambos que sólo Dios tenía el poder de hacer algo así».
A través del matrimonio con María, luz para todos los esposos, José se convierte en padre de Jesús al que sirvió en su misión, precisamente con su paternidad virginal. Salvó al Niño de Herodes con la huída a Egipto; lo crió, lo alimentó, lo vistió, le enseñó un oficio, llevando a cabo día tras día sus deberes paternos hacia Jesús, el cual, por su parte, obedecía dócilmente a sus padres y crecía «en sabiduría, en estatura y en gracia», preludio de su actividad pública. A Dios le gustó que Jesús, Verbo encarnado, fuera llamado hijo de José y quiso que a la custodia del santo patriarca se le confiaran «los inicios de la Redención» (Misal romano). Como recuerda san Juan Pablo II en la Redemptoris Custos, José fue, al mismo tiempo, el Custodio del Redentor, el primer devoto de María y el primer hombre al que se le participó el misterio de la Encarnación que se había cumplido en su esposa, a la que estaba unido de manera indisoluble. Por ello, enseñan los santos, la verdadera devoción hacia uno aumenta la devoción hacia la otra: y ambos, juntos, son el camino seguro hacia Cristo.
He aquí por qué san Juan Crisóstomo subraya el papel excepcional que tiene san José como «ministro de la salvación», y el beato Pío IX lo declaró patrono de la Iglesia universal, consciente de la poderosísima intercesión de José, que se extiende a toda gracia, como nos recuerda santa Teresa de Ávila: «A otros parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas. Y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra... así en el Cielo hace cuanto le pide».
Para saber más:
Quamquam Pluries, encíclica de León XIII, con a pie de página la oración «A ti, bienaventurado san José…»
Redemptoris Custos, de san Juan Pablo II