San Gilberto de Sempringham
Fundador de la única Orden religiosa enteramente inglesa, apoyó moralmente la causa de santo Tomás Becket en la controversia con el rey Enrique II
San Gilberto de Sempringham (c. 1083-1189), fundador de la única Orden religiosa enteramente inglesa, era hijo de un rico señor feudal de origen normando, que se había establecido en Inglaterra tras la victoriosa campaña militar y la subida al trono de Guillermo el Conquistador. En vez de dirigir al hijo a la carrera del caballero, el padre prefirió mandarle a estudiar teología a París, donde vivió varios años, trabajando después como profesor. A su vuelta a su patria, Gilberto fundó una escuela, distribuyó entre los pobres las rentas de las propiedades que el padre le había dado y se puso al servicio del obispo de Lincoln, Robert Bloet, del que recibió la tonsura y las órdenes menores. Más tarde, el nuevo obispo Alejandro le ordenó sacerdote y le nombró penitenciario de la diócesis, y le ofreció el cargo de archidiácono (la figura que se ocupaba de la administración diocesana), que rechazó.
A la muerte de su padre volvió a su ciudad natal, Sempringham, donde hacia 1130 fundó un monasterio para religiosas de estricta clausura e inspirado en la regla cisterciense, primer núcleo de la Orden Gilbertina. A continuación agregó a la comunidad hermanas laicas, que asistían a las monjas y deseaban un hábito y una regla de vida, y hermanos laicos, que trabajaban los campos. Ya que el proyecto se expandió rápidamente, el santo viajó en 1147 al continente para pedir la ayuda de los cistercienses y, al final, fue el Papa en persona, Eugenio III, antiguo cisterciense, quien se preocupó por la cuestión, pidiendo a san Bernardo de Claraval que ayudara a Gilberto en la redacción de los estatutos de la nueva Orden. El santo pudo así volver a Inglaterra el año siguiente, instituyendo también una rama masculina, a la que dio una variante de la Regla de San Agustín.
Gilberto apoyó moralmente la causa de santo Tomás Becket en la controversia con el rey Enrique II, arriesgando el exilio, que evitó por la intervención del soberano mismo. Nombró como sucesor suyo al frente de la Orden a su discípulo Roger, y él mismo hizo profesión religiosa en la Orden, donde transcurrió los últimos años de su vida ultracentenaria, afecto de distintas enfermedades y ya casi ciego, pero siempre firme en la fe en Dios. La Orden gilbertina, que a la muerte de su fundador contaba en total con casi dos mil religiosos, cesó de existir en 1538, en el contexto histórico de la disolución de los monasterios impuesta por el rey del cisma anglicano, Enrique VIII.