San Francisco Javier
“Tan grande es la multitud de conversos que a menudo me duelen los brazos de tanto que han bautizado, y ya no tengo voz y fuerza para repetir el Credo y los mandamientos en su propio idioma”, escribió. En 1927 fue nombrado patrono de todas las misiones junto con santa Teresa de Lisieux y ya en el siglo XVIII había sido elegido como protector de todo Oriente
Redescubrir el ejemplo de san Francisco Javier (1506-1552), considerado el mayor misionero de la era moderna, puede ser un poderoso antídoto en tiempos de crisis para la fe y casi de vergüenza por anunciar a Cristo. También porque el camino espiritual del jesuita español nos ha dejado el ejemplo de una extraordinaria conversión interior. Este campeón de Dios, que en 1927 fue nombrado patrono de todas las misiones junto con santa Teresa de Lisieux y que ya en el siglo XVIII había sido elegido como protector de todo Oriente, nació en el seno de una noble familia navarra y se crió como cristiano. Aunque se embarcó en el estudio de Teología en París, en realidad se mostró más atraído por la vida mundana que por la llamada del Señor. Fue su encuentro en el colegio con Ignacio de Loyola el que movió lentamente su corazón, partiendo precisamente de una enseñanza de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si luego pierde el alma?”, le repetía a menudo san Ignacio.
La aversión a estas advertencias fraternas se transformó en gratitud, de la que dio testimonio tiempo después: “Te doy gracias, Señor, por la providencia de haberme dado un compañero como este Ignacio, al principio tan desagradable”. Su profundo cambio culminó en los votos hechos el 15 de agosto de 1534 en Montmartre junto con Ignacio y otros cinco compañeros, núcleo del que pocos años más tarde nacería oficialmente la Compañía de Jesús, con algunos rasgos distintivos: sobre todo, el impulso al anuncio de Cristo y la promesa de ir a donde el Papa indicase. El deseo inicial de irse a Tierra Santa tuvo que ser apartado debido a la guerra entre los turcos y los venecianos, pero estos hombres de fe no se quedaron en absoluto parados y animaron la Reforma Católica.
El punto de inflexión en la vida de Francisco fue en 1541, cuando Ignacio lo eligió para una misión en las Indias Orientales en lugar de un compañero que había caído enfermo. Después de trece agotadores meses de viaje por mar, llegó a la colonia portuguesa de Goa, donde comenzó su apostolado entre los enfermos y los prisioneros, siendo pronto llamado “buen padre” y dando vueltas con una campana para atraer a los niños y enseñar el catecismo. En este trabajo de evangelización fue ayudado por intérpretes para traducir a las lenguas indígenas las oraciones y verdades de fe más importantes. Fundó iglesias y escuelas, llegando a los diferentes pueblos a pie o a bordo de pequeñas embarcaciones. El número de conversiones fue enorme: “Tan grande es la multitud de conversos que a menudo me duelen los brazos de tanto que han bautizado, y ya no tengo voz y fuerza para repetir el Credo y los mandamientos en su propio idioma”, escribió.
Luego predicó en Malasia y en el archipiélago de las Molucas (Indonesia) en medio de dificultades y peligros, de los cuales salió fortificado con la oración y el ofrecimiento del sufrimiento a Dios. Conocer al japonés Anjiro -que había abandonado su país a causa de un crimen cometido y que, arrepentido, se había convertido al cristianismo- llevó a Francisco a ir a Japón. A pesar de la hostilidad de los bonzi, con la ayuda de Anjiro la predicación del santo logró crear una animada comunidad cristiana, haciéndole escribir que “ante el gran número de personas que venían a hacernos preguntas y a conversar, mi alegría y mi consuelo eran tales que me parecía poder decir con toda sinceridad que nunca en mi vida había sido tan feliz”. El siguiente proyecto para difundir el Evangelio en China fue detenido por una neumonía que lo llevó a su muerte en la isla de Shangchuan, al cabo de diez años de misión en los que se estima que bautizó a treinta mil personas.
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