San Dimas
El Buen Ladrón se celebra hoy, el mismo día que la Anunciación (cuya celebración en 2024 se traslada al 8 de abril). Su ejemplo en la cruz es ensalzado por los Padres de la Iglesia y en obras como la Mística Ciudad de Dios.
En el diario de sor María Faustina Kowalska, el 11 de octubre de 1936, leemos que la gran santa polaca, después de comulgar, oyó que Jesús le decía: «Tu gran confianza en Mí me obliga a concederte gracias continuamente». Paralelamente, en otros pasajes del diario, leemos qué dolor causa a Jesús la falta de confianza en su misericordia, a pesar de todo el amor que mostró a los hombres, que alcanzó su culmen en los misterios de la Pasión.
Se puede partir de aquí para comprender algo de aquel extraordinario misterio de gracia por el que “el Buen ladrón”, uno de los malhechores crucificados junto a Nuestro Señor, fue prácticamente canonizado por el propio Jesús y es justamente venerado como santo por la Iglesia. Tradicionalmente se le conoce con varios nombres, de los cuales uno de los más conocidos es, en español y portugués, Dimas.
En una lectura simplista de los Evangelios, se podría creer que el relato de un evangelista sobre el Buen Ladrón contradice el de los demás. San Marcos y san Mateo nos informan en un momento dado de que incluso los ladrones crucificados -como los sumos sacerdotes, los escribas y otros- empezaron a insultar a Jesús (cf. Mt 27,44; Mc 15,32). San Lucas, en cambio, relata el insulto a Jesús por parte de uno de los malhechores, que a su vez recibe la reprimenda del otro (cf. Lc 23,39-43). Pero la contradicción, decíamos, sólo es aparente porque, aparte de los detalles omitidos en cada uno de los relatos, las dos verdades -el insulto y luego el arrepentimiento en la misma persona de san Dimas- se mantienen muy bien unidas.
Sabemos por los Evangelios que Jesús fue crucificado a las nueve de la mañana y expiró a las tres de la tarde. Un intervalo de seis horas, en el que los sufrimientos de Nuestro Señor alcanzaron su punto culminante: pero al mismo tiempo resplandecieron en grado sumo todas sus virtudes, su paciencia infinita, su tenacidad en querer salvar a los hombres, su petición más grande: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Y mientras el Redentor estaba en la cruz, a sus pies, sufriendo con Él y orando, estaba su Madre, María, nuestra Corredentora, Mediadora y Abogada.
Fue durante este intervalo de tiempo cuando algo cambió evidentemente en el corazón de Dimas. En la Mística Ciudad de Dios, obra recomendada por varios papas y santos, la venerable María de Ágreda -después de alabar la perfección del amor de Jesús, que llegó, en el colmo del dolor, a perdonar a sus propios verdugos- escribe: «Conoció algo de este sacramento el uno de los ladrones llamado Dimas y, obrando al mismo tiempo la intercesión y oración de María Santísima, fue ilustrado interiormente para conocer a su Reparador y Maestro en esta primera palabra (“Padre, perdónalos...”, ed.) que habló en la cruz. Y movido con verdadero dolor y contrición de sus culpas, se convirtió a su compañero y le dijo: “¿Ni tú tampoco temes a Dios, que con estos blasfemos perseveras en la misma condición? Nosotros pagamos nuestro merecido, pero éste, que padece con nosotros, no ha cometido culpa alguna”. Y hablando luego a nuestro Salvador, le dijo: “Señor, acuérdate de mí cuando llegares a tu reino”» (Mística Ciudad de Dios, Libro VI, Capítulo 22).
Varios Padres de la Iglesia han ensalzado con razón a san Dimas, no sólo porque tuvo esta contrición perfecta, que los hombres difícilmente experimentan en sí mismos, sino también porque confesó la realeza de Jesús: y no lo hizo cuando hubiera sido propio sino más sencillo, como en el momento de algún milagro suyo, sino mientras Jesús mismo estaba crucificado, en su mayor estado de humillación física y moral, con el rostro y la cabeza desfigurados por la corona de espinas y todo el cuerpo flagelado y cubierto de heridas.
María de Ágreda prosigue: «En este felicísimo ladrón y en el centurión, y en los demás que confesaron a Cristo en la cruz, se comenzaron a estrenar los efectos de la redención. Pero el mejor afortunado fue Dimas, que mereció oír la segunda palabra que dijo el Señor: “De verdad te digo, que hoy serás conmigo en el paraíso”» (ibidem).
Inmediatamente después, la monja española se detiene en la singularidad de los privilegios de este santo: «¡Oh bienaventurado ladrón, que tú solo alcanzaste para ti tal palabra deseada de todos los justos y santos de la tierra! No la pudieron oír los antiguos patriarcas y profetas, juzgándose por muy dichosos en bajar al limbo y esperar largos siglos el paraíso, que tú ganaste en un punto, en que mudaste felizmente el oficio. Acabas ahora de robar la hacienda ajena y terrena, y luego arrebatas el cielo de las manos de su dueño. Pero tú le robas de justicia, y él te le da de gracia, porque fuiste el último discípulo de su doctrina en su vida y el primero en practicarla después de haberla oído. Amaste y corregiste a tu hermano, confesaste a tu Criador, reprendiste a los que le blasfemaban, imitástele en padecer con paciencia, rogástele con humildad como a Redentor, para que en lo futuro no se acordase de tus miserias, y él como glorificador premió de contado tus deseos, sin dilatar el galardón que te mereció a ti y a todos los mortales». (ibidem)