San Carlos Borromeo: valor, piedad y doctrina de un elegido
San Carlos Borromeo sigue siendo un ejemplo que va más allá del tiempo, no sólo por su gran piedad y capacidad de sacrificio, sino también por su valentía, característica de las almas elegidas. En este artículo hablamos del Concilio de Trento, la peste de Milán, los sínodos y su relación con el poder. San Carlos fue un reformador de las órdenes, promotor de nuevas espiritualidades y los milagros florecieron por su intercesión.
La estrecha ventana que da a la calle desde su estudio permite al gobernador ver lo que ocurre fuera. Ese día de julio de 1576, contempla la multitud de hombres, mujeres e incluso niños que caminan por la plaza hacia la catedral. Está dirigida por ese maldito obispo que tantos malos ratos le hace pasar. Querría acabar con él, pero tiene que tener cuidado: el obispo es admirado en la ciudad y tiene muchos seguidores.
Aun así, tiene que encontrar una solución. El gobernador extiende la mano y toma un trozo de pastel que le han puesto delante: le gusta mucho la sbrisolona, este pastel seco hecho con almendras y harina de maíz que descubrió en Milán cuando llegó como gobernador en representación del emperador Carlos V [Ver receta].
Ahora observa al obispo que camina descalzo invocando la misericordia de Dios ante la desgracia que se cierne sobre la ciudad. Es cierto que ha habido casos preocupantes de peste y que ha muerto gente por ella, pero desde luego no se cura con canciones y cantos. El gobernador, perplejo, se mete en la boca un último trozo del delicioso y dulce pastel y se levanta de la silla. Él se lo demostrará.
El hombre que se asoma a la ventana en aquel lejano día de verano de julio de 1576 es Antonio de Guzmán y Zúñiga (Sevilla, 1514 - Milán, 20 de abril de 1580). El obispo era Carlos Borromeo (1538-1584). La peste en la que se vieron envueltos acabaría matando a 15.000 personas, algo menos del diez por ciento de toda la población de Milán ese año.
Una vez terminada la epidemia, cada uno de los dos hombres reivindicaría más tarde que el mérito era suyo: el gobernador porque había obligado a la población a quedarse en casa, el obispo porque había invocado la ayuda del Señor. Tal vez ambos tenían razón. En cualquier caso nunca lo sabremos.
El hecho es que el obispo, ese obispo, no temía a la enfermedad ni a la epidemia, durante la cual mostró una extraordinaria dedicación a los enfermos e hizo todo lo que estaba en su mano para limitar la propagación de la enfermedad.
Nacido en Arona el 2 de octubre de 1538 en el seno de una familia de la aristocracia lombarda, los padres de Carlos Borromeo procedían de dos ilustres familias: su padre era Gilberto II Borromeo y su madre Margherita Medici di Marignano, hermana del Papa Pío IV (1499-1565).
A los 12 años recibió la tonsura y el beneficio de la abadía benedictina de Arona, que había dejado vacante su tío. Estudió humanidades en Milán bajo la dirección de Fray Giacomo Merula, y derecho canónico y civil en Pavía con el futuro cardenal Francesco Alciato, donde se licenció en Derecho el 6 de diciembre de 1559. Aquí crearía más tarde (en 1564) un instituto residencial para estudiantes en condiciones económicas precarias pero con altos niveles de preparación y buenos hábitos de estudio. El instituto adoptó el nombre de Almo Collegio Borromeo, que hoy es el más antiguo y prestigioso colegio histórico de Pavía y uno de los más antiguos de Italia.
En 1559 su tío fue elegido para el trono papal a la muerte de Pablo IV. En 1561, el mismo tío intervino para que Carlos fuera promovido a cardenal secretario de Estado y luego a legado apostólico en Bolonia, Romaña y las Marcas.
Participó activamente en el Concilio de Trento, esforzándose por reformar los abusos que habían penetrado en la Iglesia, e hizo redactar el famoso catecismo conocido como Catecismo del Concilio de Trento (1566).
Nombrado arzobispo de Milán en 1564, renunció a todas sus otras funciones en Roma para residir permanentemente en su diócesis. Su integridad personal, su comprensión de las distintas situaciones y su virtud facilitaron el restablecimiento de la disciplina eclesiástica. Intentó aplicar las medidas adoptadas en el Concilio. Se instaló primero en Milán y abrió un seminario para mejorar la formación del clero. Restituyó la observancia de la regla en los conventos e hizo arreglar las puertas de las salas de visita. Pronto amplió el alcance de su acción a toda Italia y luego a Suiza.
El cardenal Vitellozo Vitelli (1531-1568) reformó y “revisó los estatutos de la Capilla Pontificia [y prescribió] la inteligibilidad de las palabras y la música relacionada con el texto”. En aquella época el maestro del Vaticano era el compositor Giovanni Pierluigi da Palestrina y la polifonía coral se transformó en todos los países bajo la influencia del Vaticano. Carlos Borromeo intervino para convencer a los recalcitrantes, en particular a Costanzo Porta, en Milán. La correspondencia de este último con “Carlos Borromeo, cardenal arzobispo de Milán, le muestra como un ardiente defensor de la práctica instrumental en la iglesia y del esplendor sonoro”, mientras que el cardenal rebate cada argumento con una agudeza que demuestra su gran conocimiento de la ciencia musical.
En su diócesis de Milán visitaba sus parroquias, celebraba sínodos y convocaba concilios provinciales: cosas todas ellas ampliamente indicadas en los decretos de Trento, que posteriormente fueron recogidas con detalle en las ordenanzas de Borromeo, siempre con la perspicacia y la intuición de lo que era necesario y factible. Las prescripciones generales formuladas por el Concilio de Trento en materia hospitalaria se tradujeron en minuciosas aplicaciones prácticas en los Concilios de Milán que presidió en 1565 y 1576.
El ejemplo dado por Carlos Borromeo debía ser seguido fielmente por las autoridades religiosas locales en casi toda Europa, tanto más fielmente cuanto que los gobiernos no pretendían promulgar las decisiones del Concilio de Trento que, en este plano, eran claramente contrarias a sus propias ordenanzas. En el reino de Francia, el papa Pío V y el cardenal Borromeo se esforzaron por obtener de la autoridad soberana por un lado la promulgación oficial de las decisiones tridentinas y, de los obispos por otro la incorporación de las prescripciones del Concilio a la disciplina local a través de diversas asambleas eclesiásticas. Este pensamiento se desprende claramente de las cartas del cardenal Borromeo, que encomendó al nuncio dos misiones: llevar a la regente Caterina de Medici a la promulgación y transmitir los decretos al clero.
Una de las órdenes que quería reformar, la Orden de los Humillados, intentó asesinarle, pero escapó a los golpes del asesino. Y así llegamos al momento histórico descrito al principio de este relato: la epidemia de peste que asoló Milán en 1576. Durante este difícil período, Carlos Borromeo llevó ayuda y consuelo a todas partes, ignorando los peligros de contagio.
Desde el principio de la propagación de esta terrible enfermedad, que la medicina de la época no podía curar, el obispo ofreció su ayuda a las autoridades civiles y aconsejó al gobernador que pusiera en marcha las primeras medidas profilácticas para limitar la propagación de la enfermedad. Las puertas de la ciudad se cerraron para evitar la llegada de nuevas víctimas de la peste, ya que la enfermedad procedía de los pueblos de los alrededores. Otra medida elemental para limitar el contagio era separar a los enfermos de los sanos. Así, a la menor sospecha de peste, los habitantes eran enviados al lazareto. Pero rápidamente esto no fue suficiente y las autoridades organizaron la construcción, fuera de la ciudad de varios cientos de cabañas para alojar a los enfermos.
Pero Carlos Borromeo no podía concebir dejar a los apestados y moribundos sin consuelo. Sabía lo fundamental que era el apoyo emocional, y sobre todo espiritual, durante una epidemia y consideraba que la salud del alma era más importante que la del cuerpo. Decidió visitar a las víctimas de la peste todos los días para consolarlas, escuchar sus confesiones y darles la Sagrada Comunión. Su valor y generosidad atrajeron a otros sacerdotes y religiosos. Poco a poco, estos clérigos vinieron a su vez a llevar la ayuda de la religión a los enfermos, que, sin ellos, habrían permanecido en profunda soledad y angustia.
En 1581 fundó una congregación de oblatos, sacerdotes seculares que más tarde serían conocidos como los “Oblatos de San Carlos”. Fue uno de los últimos notables actos que realizó en su corta vida: murió en 1584, a los 46 años, agotado por la fatiga y la austeridad. Se le atribuye haber dicho a quienes le invitaban a descansar: “Para iluminar, la vela debe consumirse”. Y recordemos que durante muchos años se alimentó de pan y agua y sólo hacía una comida al día.
Su tumba fue escenario de curaciones consideradas milagrosas, lo que permitió el inicio de su proceso de beatificación, concluido en 1609 ante el Papa Pablo V, que lo canonizó el 1 de noviembre de 1610. Fue uno de los pocos santos cuyo proceso de canonización concluyó sólo un año después de su beatificación.
Se celebra el 4 de noviembre. Se erigió una estatua colosal de él en Arona. San Carlos Borromeo es uno de los mayores prelados italianos del siglo XVI. Nos dejó tratados teológicos, recogidos en 5 volúmenes y publicados en Milán en 1747, entre los que destacan: Instrucciones a los confesores y Las Actas de la Iglesia de Milán. Su biografía fue escrita por Giovanni Pietro Giussani, Antoine Godeau y el padre Antoine Touron en 1761. San Carlos Borromeo sigue siendo un ejemplo que atraviesa los siglos, no sólo por su gran piedad y capacidad de sacrificio, sino también por su valentía, característica esta última de las almas elegidas.