Que la Iglesia retome el anuncio de Jesucristo crucificado y resucitado
La adaptación al mundo ha producido una Iglesia irrelevante con tendencia a desaparecer. El trabajo en el Sínodo, para ser útil a la Iglesia y al mundo, debe promover una gran misión para los pueblos de todas las naciones, porque la salvación del pecado es la razón de Cristo. Y el corazón de la misión es la liturgia.
Si el cardenal Kasper ha llegado a calificar el próximo documento final del proceso sinodal alemán como “no católico”, esto es indicativo de la situación en la que se encuentra hoy la Iglesia católica en Alemania: una Iglesia irrelevante, con –echando un simple vistazo- una fuerte tendencia a desaparecer. Después del Concilio Vaticano II, los eclesiásticos adoptaron en general la estrategia de adaptarse al mundo para seguir siendo el centro de atención y no perder a los fieles, y esa estrategia resultó ser un error que nos ha llevado a la situación actual.
Basta con visitar las iglesias los domingos: las pocas personas que seguían yendo antes de la pandemia ya han dejado de hacerlo, dada también la mala gestión por parte de los obispos de las cuarentenas decretadas por los gobiernos. Esta es la situación que vemos en todo el mundo. En esta confusión, los sacerdotes se deprimen y los religiosos huyen de los institutos porque ya no comprenden su identidad, mientras que los que se adaptan se vuelven irreconocibles.
San Agustín, en su célebre Discurso sobre los pastores, nos exhorta a no desesperar, porque incluso cuando los pastores dejan de cuidar a sus ovejas, Jesús mismo sigue pastoreándolas, y es por ello que en la Iglesia siempre habrá fieles dispuestos a dar testimonio de la verdad y a defender el nombre de Cristo. Sigue siendo deplorable ver a los grandes y pequeños pastores de la Iglesia preocupados por los asuntos terrenales; un sacerdote que, por ejemplo, crea una escuela para sacar a los jóvenes de la marginalidad o proporciona un hogar a los emigrantes debería tener como objetivo darles a conocer el Evangelio, que es precisamente la misión de la Iglesia y que proporciona un fundamento sólido para la conversión a Dios y la consiguiente vida según la recta moral.
La inmoralidad desenfrenada y la ilegalidad se combaten con la misión del Evangelio. No es competencia de los pastores hablar de las cosas de los políticos y sindicalistas, que por sí mismas no tienen el carácter de la verdad. “Lo que la gente espera del clero en materia social” (título de una carta pastoral del cardenal Giuseppe Siri) consiste en “hacer mejores a los hombres, a las familias y a las organizaciones... En otras palabras, el Evangelio es necesario para todos los hombres”. La Iglesia debe retomar el anuncio de Jesucristo, crucificado y resucitado, que dio su vida por todos, pobres y ricos, y no vino a la tierra para defender ningún derecho social, sino para salvarnos del pecado, de la perdición y de la muerte.
Para ser útil a la Iglesia y al mundo, el trabajo de las diócesis sobre la sinodalidad tendría que despertar la urgencia del ahora, promoviendo una gran misión entre los pueblos de todas las naciones, según el mandato inquebrantable del Señor antes de su ascensión al Cielo. Si quienes gobiernan la Iglesia sintieran realmente la urgencia y la importancia de salvar almas tanto como los gobiernos de hoy sienten la urgencia y la importancia de salvar a la gente del Covid, ha escrito el profesor Tommaso Scandroglio, no cabe duda que prepararían un plan de evangelización similar, al menos en espíritu y racionalidad, a los elaborados para combatir la pandemia. Los obispos han olvidado que el peor virus es el pecado y sus variantes, pero que se puede prevenir o curar con la formación, la oración, los sacramentos y las obras de caridad. Aquí sí que se vería la “Iglesia en salida”.
Jesucristo ha confiado a la Iglesia la prolongación de su propia misión: “Para que te conozcan a ti, Padre, y a tu Hijo”. Como explica san Hilario de Poitiers: “Para mostrar a este mundo que te ignora o al hereje que te niega, que eres Padre, Padre del Dios unigénito... llamaremos a todas las puertas que impiden el reconocimiento de la verdad. Pero depende de ti conceder el objeto de nuestra oración, estar presente a lo que se pide, abrir a los que llaman a la puerta” (De Trinitate, Lib.1, 37; PL 10, 48). La Iglesia está llamada a participar del mismo espíritu que los profetas y los apóstoles, a seguir en el mismo sentido en que ellos pronunciaron el Evangelio, recordando que quien confiesa que Jesucristo se ha encarnado, viene de Dios. Así distinguimos el espíritu de la verdad del espíritu del error. El Espíritu Santo no fue enviado para revelar una nueva doctrina, sino para conducir al Verbo hecho carne. Pero hoy en día, muchas personas en la Iglesia no creen que la Encarnación sea el corazón del cristianismo y que es lo que hay que transmitir, porque consideran que no se va a entender y que no es lo que espera el corazón del hombre. A pesar del énfasis constante en la Palabra, si comprendiéramos su poder divino, el poder del Evangelio –afirma el Apóstol-, que expulsa los demonios, abre las puertas del Cielo, infunde virtudes y concede la salvación, nos dedicaríamos en cuerpo y alma, como verdaderos misioneros, a esta tarea, dejando las tareas sociales a otros. El Señor no ha venido a ganar el mundo entero, sino las almas por las que tiene sed.
El corazón de la misión es la liturgia, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia y, por tanto, de la comunicación del Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación. Porque en la liturgia sagrada continúa, en cierto modo, hasta el final de los tiempos, la revelación divina que tuvo lugar en el Monte del Templo (Cf. J. RATZINGER, Jesús de Nazaret, 2007). Desgraciadamente, en la formación de clérigos y laicos se ha abandonado el tratado De locis theologicis que permitía hacer teología con un criterio documental, obligando a cualquiera a justificar cada afirmación con los datos de la Revelación. Volvamos a comprender y transmitir precisamente esto a través del culto divino –algo olvidado por muchos- y no lo reduzcamos a una actuación mundana. Para reformar seriamente la liturgia, es imprescindible reconducir el culto a lo sagrado, es decir, a la relación con el Dios trascendente que se ha encarnado. La liturgia sirve para conectar el cielo con la tierra, y las reglas por las que se ha de adorar a Dios no son prerrogativa de los hombres, sino que es Dios mismo quien las impone para que se le rece como a Él le gusta, con la dignidad y el honor que sólo a Él le corresponden.
En la liturgia y en la misión miramos a Jesucristo teniendo siempre presente las palabras del Bautista: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”. El reino de Dios pertenece a los que saben ser humildes, reconociendo que sólo Dios lo es todo, mientras que nosotros sólo somos “siervos inútiles”. Como en la Jerusalén celestial, la Iglesia debe imitar la sagrada liturgia y así, ésta desciende del cielo a la tierra, dando gloria a Dios y salvando a los hombres. Así se cumple la misión, que, como la liturgia, no puede ser producto de nuestras manos, por muy ocupados que estemos en el trabajo sinodal. En la secularización actual, ¿qué es más urgente para la Iglesia católica: la sinodalidad o la misión?