No a las Misas en streaming: lo exige el derecho de Dios
El virus vino a poner al desnudo nuestras falencias: Dios está ausente. Es inadmisible que se vede el culto debido a Dios. La prohibición del culto público justificada por algunos católicos y hasta por prelados. Digamos con voz fuerte no a hacer de la Persona Divina una mercancía. No al cierre de templos y la imposición de medidas litúrgicas por parte del gobierno civil. No, a las Misas en streaming como sucedáneos de las Misas presenciales.
Esta pandemia, motivo de constantes conversaciones y de preocupaciones, ha tenido la virtud, si así se puede decir, de traer a la luz toda la fragilidad de nuestra vida individual y social, así como otras falencias y amenazas más serias.
Que la propia vida es frágil, aunque queramos ignorarlo, es algo que frecuentemente constatamos y para demostrarlo basta un simple dolor de muelas, para llamarnos a esa realidad. Pascal decía que el hombre es una caña sí, pero una caña pensante. En realidad, no es tan solo la mente la que hace grande la vida humana sino, por, sobre todo, el corazón, esa profundidad de la persona, lo más íntimo, que, cuando es habitado por la gracia, se vuelve lo más elevado de ella.
Así es el misterio de esta vida del hombre, a un tiempo frágil, pasajera pero también capaz de Dios, de comunicarse con Él, de adorarlo.
Pues, este virus además de hacer patente nuestras propias limitaciones, ha trastocado nuestra vida social y de pronto todos nos vemos confinados, limitadísimos en nuestros movimientos. Las relaciones con los otros están severamente afectadas y esto no sólo por imposición de las circunstancias y por motivos sanitarios sino porque los gobiernos intervienen aún más allá de los límites habituales y prudenciales, tendiendo en varios países a imponer una dictadura que apunta a ser de designios universales.
DIOS ESTA’ AUSENTE
El virus vino a poner al desnudo nuestras falencias y también las amenazas en ciernes. Por una parte, se ha exaltado - y muy justamente, por cierto - la labor de personas que atienden a los enfermos y de otras que - por sus tareas - arriesgan su salud y a todas ellas van dedicados aplausos y ovaciones. Por otra parte, miradas y expectativas están puestas en la ciencia, en la vacuna que pueda o no aparecer y cuándo, mientras los medios dan noticias y muestran curvas de infectados y de muertos que multitudes de observadores siguen con ansia. Como añadidura y para agregar aún más tensión, por esos medios anticipan una segunda y quizás más temible onda de contagio para el otoño europeo.
Si reproduzco un cuadro que todos bien conocemos es para resaltar la mayor de todas las falencias que aludía al comienzo: Dios está ausente. Para la gran mayoría de la gente, de los medios, Dios no cuenta. Sí, por el virus se vuelve ahora evidente la falta de fe y de esperanza y de amor hacia Dios y la contrapartida: el egoísmo que cierra el camino al otro. Y esto no ocurre sólo en el mundo sino en nuestro mundo, en nuestra Iglesia.
En toda la emergencia no vemos a Dios presente, que se lo nombre, que se lo invoque, que se lo tenga en cuenta, y no es de extrañar porque tampoco antes estaba Él presente. ¿O acaso lo estaba cuando la proporción de lo que asistían al culto era bajísima y de ellos los que verdaderamente participaban con devoción aún mucho menor? Pocos son los que reclaman que se vuelvan a abrir las iglesias, y éstos -aunque no sean multitudes- deben ser escuchados por un simple motivo: son los miembros vivos de la Iglesia de Cristo. Deben ser escuchados porque son los que tienen necesidad imperiosa de la presencia del Señor en los sacramentos, de poder recibirlo en comunión sacramental, de recibir la absolución de sus pecados en la confesión también sacramental, de poder participar de los funerales de las personas queridas que han partido, de bautizar a sus hijos o de ellos mismos bautizarse, de casarse, de alimentar el espíritu en oración y dialogar con el Señor presente en la Eucaristía y, por sobre todo, de adorarlo en su Presencia verdadera y real en el Santísimo Sacramento.
NO PROHIBIR EL CULTO
Es absolutamente inadmisible que se vede el culto debido a Dios y se cierre el paso a los medios de salvación. La lógica más elemental muestra palmariamente la contradicción que existe en, por un lado, permitir satisfacer necesidades de la vida material como el acceso a mercados de alimentos, farmacias y hasta otras aún no primarias y, por el otro lado, poner impedimentos a la vida espiritual y a la salvación eterna. Tales impedimentos no sólo se refieren al cierre de templos y a la prohibición de culto, sino que se llega, por parte de las autoridades civiles, hasta inmiscuirse en el mismo culto. Por ejemplo, en Andalucía se está diciendo que - cuando se levante la veda - se podrá celebrar la Misa, pero no comulgar; en Italia que el culto no podrá exceder tantos minutos, en Alemania que hay que empaquetar la Eucaristía.
Resulta irritante ver que contrapongan la salud corporal a la salud espiritual y de ese modo convertir a quienes abogamos por la apertura del culto y el acceso irrestricto a los sacramentos en fundamentalistas e inconscientes propagadores del contagio. Este despropósito se comprende porque estamos inmersos en un mundo que, peor que ateo, es indiferente a Dios. Sin embargo, el colmo es que estos absurdos argumentos para justificar el cierre de templos y la prohibición del culto público no son sólo esgrimidos por el mundo ajeno a la fe sino por algunos católicos y hasta por prelados, aduciendo la necesidad de obediencia a las autoridades civiles por presuntas razones sanitarias. Pero, ¡queridos señores!, si antes no había multitudes acudiendo a las iglesias ¿a qué tantos temores?
ESCUCHAR LOS FIELES
Las iglesias, por sus dimensiones y escasos participantes, pueden satisfacer con creces las medidas sanitarias y sino se puede incrementar el número de las funciones como mandaron hacer los obispos en Polonia. Por supuesto que todos debemos evitar el contagio y arbitrar las medidas precautorias, pero si hay sitios donde podemos estar seguros, por razones exclusivamente de orden natural, son las iglesias en las que el aforo de seguridad es fácilmente obtenible.
El clamor de sacerdotes y fieles debe ser escuchado: que nadie, absolutamente nadie prive a los fieles de poder acudir a las Misas, que ésas sean restituidas, que se reabra el culto y los sacramentos sean a todos accesibles, con todas las precauciones del caso (fáciles de cumplir), pero que se reabran los templos.
Lo exige el derecho de Dios, que se le tribute culto de alabanzas y de adoración, que se le ofrezca el sacrificio único del Hijo perpetuado en las Misas para el bien de los fieles; lo exige el derecho del fiel de honrar, reverenciar, adorar y rendirle culto a Dios; lo exigen las razones sobrenaturales de quienes se sienten protegidos en la presencia del Señor, en quien buscan refugio, y la misma salud espiritual de la Iglesia de Cristo, y lo exige el bien de la sociedad que se verá beneficiada por las súplicas que el pueblo fiel de Dios eleva por todos en cada celebración de la Eucaristía.
Para que nos demos cuenta que la mayor emergencia no es sanitaria sino de la fe tengamos presente que por primera vez en la larga historia de la Iglesia, desde que el imperio romano aceptó el cristianismo, nunca había ocurrido que se prohibiese la celebración pública de la Eucaristía en la Santa Pascua de Resurrección. Y ¿cuántas voces se hicieron sentir?
EUCARISTIA BANALIZADA
El virus puso al descubierto la tristísima realidad que hay cosas imprescindibles (y hasta no tanto) que justifican salir momentáneamente del encierro, pero no celebrar el culto a Dios ni recibir los sacramentos. Por tanto, se deduce que para quienes así lo determinan y para quienes lo justifican, el culto a Dios es prescindible como, para ellos, lo son los sacramentos que el mismo Señor estableció y mandó a la Iglesia administrara para nuestra salvación.
Por fin, el virus pone al descubierto el trato indigno que se venía dando a la Eucaristía, su banalización, su cosificación. Ahora, con la excusa del contagio se niega a los fieles la comunión en la boca y se les exige comulgar en la mano. Lo paradojal es que quienes están yendo a los pocos lugares donde pueden aún recibir la comunión o asistir a Misa, esos fieles que no pueden vivir sin la Eucaristía, son los que en su gran mayoría suelen reciben la comunión (cuando los dejan, porque esto es también una verdadera tragedia) de rodillas y en la boca, pero ahora se ven en la lacerante disyuntiva de no comulgar o de hacerlo como se les impone, en la mano, so pena de no comulgar.
Esta elección de no comulgar o hacerlo en la mano violenta las conciencias de estos fieles que entienden y con buenas razones que tomar la Eucaristía con sus propias manos no es el modo al que se debe tratar el Cuerpo del Señor que no es un objeto del que la persona se sirve sino la misma Persona del Salvador y por tanto merece toda reverencia, respeto y gesto de adoración, como lo entendió la Iglesia por más de mil años[1].
Y no se trata que reclamen un derecho del fiel - que sí lo tienen - sino del derecho del mismo Dios de ser adorado y reverenciado y tratado con santo temor y unción.
La Eucaristía es el don infinito de Dios, de sí mismo y esto lo hemos olvidado. Lo escribo con grandísimo dolor porque recorro el mundo y veo cómo se celebra y cómo se recibe la comunión en la gran mayoría de los sitios, con total falta de reverencia, sin signos de adoración, con desconocimiento de la presencia real, con indiferencia. Esta veda de Eucaristía debería hacer reflexionar a muchos sobre el don infinito que ha sido quitado. Es de temer, sin embargo, que con la excusa de la pandemia las cosas irán a peor e impondrán para siempre la comunión en la mano y hasta otras cosas aún peores y aberrantes.
DIGAMOS NO
No podemos quedarnos como mudos testigos que claudican de su fe y de su amor hacia el Señor, hacia su Iglesia y hacia los sacramentos. Digamos con convicción y voz fuerte no a continuar y agravar la banalización de la Eucaristía, no a hacer de la Persona Divina de Cristo una cosa, una mercancía. No al cierre de templos y la imposición de medidas litúrgicas por parte del gobierno civil, absolutamente no. No, a las Misas en streaming o en TV como sucedáneos de las Misas presenciales. Para siempre no.
*Misionero de la Santísima Eucaristía
[1] A las razones de emergencia sanitaria para imponer la comunión en la mano, se puede dar una respuesta alternativa: la Iglesia permita que los fieles puedan recibir la Sagrada Forma sobre una suerte de corporal (pañuelo dedicado exclusivamente a ese fin) sobre la mano y luego la persona recoja la Santa Hostia con su boca.