Luz para el alma
¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! (Lc 18,38)
Cuando se acercaba a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: «Pasa Jesús el Nazareno». Entonces empezó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él dijo: «Señor, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios. (Lc 18, 35-43)
Según la mentalidad judía, el Mesías que tenía que venir tenía que ser un descendiente del rey David. Por lo tanto, en su invocación, el ciego expresa su fe en Jesús como Rey y Mesías. Para confirmar dicha fe, no solo en el ciego, sino en todos los presentes y en nosotros hoy, Jesús cumple un milagro. Así como los ojos dejan entrar la luz en nosotros, la fe deja entrar la luz en nuestra alma y solo Jesús puede guiarla bien.