LA INICIATIVA DE LOS CINCO CARDENALES

Los Dubia darán fruto a su debido tiempo

Los dubia presentados al Papa son un acto perfectamente legítimo que corresponde propiamente al acto humano del asentimiento. No se trata de poner en dificultad al Papa, sino de recurrir al oficio que sólo a él corresponde. Y no deben medirse en términos de eficacia inmediata.

Ecclesia 03_10_2023 Italiano

¿Qué podemos pensar de la vía de los dubia elegida por los cinco cardenales firmantes de esta nueva serie y que ha salido a la luz siete años después de aquella que se hizo pública tras la publicación de la exhortación postsinodal Amoris Lætitia? Podemos imaginar que, al menos en los medios de comunicación, se considerarán un ataque directo al Papa Francisco, una iniciativa destinada a dividir a la Iglesia, o incluso una forma de cuestionar el Sínodo que está a punto de comenzar. En cambio, entre quienes son más bien críticos con este pontificado, no faltará quien considere inútil esta iniciativa, sobre todo a la luz de la respuesta que nunca obtuvieron los dubia del 2016.

Para comprender que el camino elegido por los cinco cardenales firmantes es el correcto, es necesario reflexionar sobre la naturaleza de la adhesión de los fieles al Magisterio, y el modo en que están llamados a relacionarse con la autoridad plena y suprema, que pertenece a dos sujetos: al “Romano Pontífice, en virtud de su Oficio, es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia”, y al colegio episcopal “junto con su cabeza el Romano Pontífice, y nunca sin esta cabeza” (Lumen Gentium, 22).

Existe una actitud que podría considerarse “maximalista”, según la cual todo lo que figura en los documentos oficiales del Sumo Pontífice y de los Dicasterios requeriría un completo asentimiento; no importa el tipo de documento, el grado de asentimiento requerido, la materia, la reiteración de una determinada enseñanza del Magisterio. Los más maximalistas entre los maximalistas exigen el mismo asentimiento incuestionable incluso hacia cualquier declaración del Pontífice pronunciada en un contexto informal, como una entrevista. La posición maximalista asume normalmente una actitud voluntarista, que puede expresarse así: no es necesario que lo entiendas; basta (y es necesario) que obedezcas. De este modo, el Magisterio se transforma en un instrumento absolutista de gobierno. Al creyente se le exige que elimine las exigencias de la razón mediante la voluntad.

En el otro lado está una actitud “minimalista”, para la que sólo el Magisterio infalible y definitivo requeriría el asentimiento de la inteligencia. Por lo demás, bastaría con tener una actitud respetuosa, juzgando por uno mismo la verdad y la ortodoxia de tales afirmaciones. El minimalismo conduce casi inevitablemente a la autorreferencia, es decir, a atribuirse la autoridad para dirimir en última instancia las cuestiones doctrinales y morales. El propio juicio se convierte, en última instancia, en el criterio determinante de la verdad o falsedad de una afirmación.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en el nº 892, nos recuerda que el Magisterio de la Iglesia, aun cuando no enseñe de modo infalible o definitivo, debe ser acogido con la “religiosa reverencia del espíritu” en la medida en que –ojo- “conduce a una mejor comprensión de la Revelación en materia de fe y de moral”. No es intención de este artículo entrar a explicar en qué consiste esta “reverencia religiosa” debida al Magisterio meramente auténtico. Lo que interesa es que el sentido de la existencia de este último es guiar la inteligencia de los fieles para que se adhieran a las verdades de fe, a las verdades estrechamente relacionadas con ellas, y ofrecer una “mejor inteligencia de la Revelación”.

La posición maximalista no comprende este aspecto intelectual, mientras que la posición minimalista se apoya en el libre examen del Magisterio. Es evidente que cuando un creyente percibe que ciertas afirmaciones del Pontífice o de los obispos que luego no son recogidas y corregidas chocan con aquellas verdades a las que ha dado cierto asentimiento, cuando no ve una continuidad con la enseñanza constante de la Iglesia, debe pedir a la autoridad suprema que se aclare. Y ésta tiene el deber de responder a esta pregunta. El ministerio petrino existe para confirmar a los hermanos en la fe; y nadie más puede tener la última palabra al respecto.

El problema no es menos grave cuando, en lugar de declaraciones problemáticas y poco claras en documentos oficiales –pensemos en Amoris Lætitia-, la fe se ve amenazada por desafortunadas declaraciones informales, pero no por ello menos públicas, o por actos que revelan una concepción heterodoxa.

Los dubia presentadas al Papa en dos formulaciones por los cinco cardenales firmantes son un acto perfectamente legítimo, que corresponde adecuadamente al acto humano del asentimiento, que no es ni un mero acto de obediencia ni una adhesión a lo que el individuo cree personalmente que es correcto. El sentido de estas preguntas es instar al sucesor de Pedro a hacer lo que debe y para lo que existe: confirmar a sus hermanos, para que puedan rendir un rationabile obsequium.

Pocos pastores están demostrando ahora que saben tener en la debida consideración el ministerio petrino y que saben respetar la naturaleza del Magisterio, que debe precisamente arrojar luz sobre lo que no está claro y no sembrar dudas sobre lo que es cierto. Esta actitud demuestra también la gran estima y el respeto que estos pastores tienen por los fieles, no exigiéndoles una obediencia ciega, que deja al intelecto sin contenido sobre el que apoyarse, ni abandonándolos a merced de su propio juicio personal, sino considerándolos dignos de ser implicados en una necesaria labor de clarificación.

Una labor que debe ser de efectiva clarificación, no de mera recomendación o exhortación a la confianza, que, sin contenido aleatorio, evidencian una vez más una concepción absolutista de la autoridad y voluntarista del asentimiento. En este sentido, la reformulación de los dubia era un acto necesario. No se puede dejar al pueblo de Dios en la incertidumbre sobre puntos tan capitales como los planteados. Seamos claros: la Iglesia ya se ha expresado con claridad, pero era y es necesario que el Papa, este Papa, proclame estas verdades, actualmente amenazadas de nuevo y de diversas maneras, e incluso negadas por los propios pastores, incluidas algunas declaraciones del propio Pontífice.

No se trata de crear una situación difícil para el Papa, sino de utilizar ese oficio que sólo a él le corresponde. En una época de confusión, cuando algunos monjes querían que san Jerónimo suscribiera una fórmula trinitaria que no tenía clara, el Doctor de la Iglesia, escribiendo al Papa Dámaso, no tuvo dudas: “He decidido consultar la Cátedra de Pedro, donde se encuentra esa fe que la boca de un Apóstol ha exaltado (...) No sigo otro primado que el de Cristo; por eso me pongo en comunión con Vuestra Beatitud, es decir, con la Cátedra de Pedro. Sé que sobre esta roca está edificada la Iglesia” (Carta XV, 1-2, passim).

¿Son los dubia un esfuerzo inútil? ¿Una iniciativa sin esperanza de éxito? ¿Está condenada al fracaso al igual que el camino de la “reforma de la reforma” o como el de la hermenéutica de la reforma en la continuidad? La cuestión es que todos estos “caminos” corresponden a la verdad, a la naturaleza de las cosas; no son estrategias de política eclesiástica que deban medirse en términos de eficacia inmediata. Son caminos fatigosos, cuesta arriba, fuertemente opuestos, que no reúnen el consentimiento de las masas. Poco importa. Tienen raíces profundas y, como nos advierte el salmista, darán “fruto a su tiempo y sus hojas nunca se marchitan; todas sus obras tendrán éxito” (Sal 1,3). Ni antes, ni después: a su tiempo.



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