San Pedro Canisio por Ermes Dovico
LAS HUELLAS DE DIOS

Las nuevas normas sobre apariciones acaban con la apologética

El documento presentado el 17 de mayo está en clara discontinuidad con el enfoque que la Iglesia ha tenido siempre ante los fenómenos sobrenaturales. Las nuevas normas niegan la posibilidad de reconocer las huellas de la intervención de Dios en la historia humana.

Ecclesia 24_05_2024 Italiano English

Las nuevas normas sobre las apariciones marianas presentadas el pasado 17 de mayo obligan a observar nuevamente el enfoque tradicional de la Iglesia ante los fenómenos sobrenaturales para comprender si estas normas aseguran una continuidad lógica. Siempre se ha sabido que la actitud de la Iglesia en este campo es de prudencia. Por otra parte, tenemos los imperativos del apóstol Pablo: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinadlo todo, quedaos con lo bueno” (1 Tes 5,19-21). Estos dos aspectos son complementarios: la prudencia está precisamente al servicio de la exhortación paulina, es decir, la Iglesia está llamada a examinarlo todo para llegar en la medida de lo posible a la certeza moral de si un determinado acontecimiento es realmente una manifestación del Espíritu.

La actitud de la Iglesia ha sido siempre precisamente la de observar, examinar, cribar, para llegar a un juicio positivo o negativo sobre el posible origen sobrenatural de ciertos fenómenos. Una cierta sistematización de estos criterios fue obra de importantes teólogos del siglo XV, como el cardenal dominico Juan de Torquemada, y el Doctor Christianissimus, Jean de Gerson. Parece que lo que encendió el interés teológico por el tema de los fenómenos sobrenaturales fue la decisión del (controvertido) Concilio de Basilea de someter a escrutinio las famosas Revelaciones Celestiales de santa Brígida de Suecia.

Dos concilios ecuménicos posteriores, el Lateranense V (1512-1517) y el Tridentino (1545-1563) establecieron que al obispo competente le correspondía actuar y pronunciarse definitivamente sobre cualquier fenómeno sobrenatural, con la ayuda de algunos hombres “docti et gravi” (Lateranense) y “theologi et pii” (Tridentino). Se trata de un doble principio –competencia del obispo y recurso a expertos- que garantiza, por una parte, la dimensión de la comunión jerárquica y, por otra, la ciencia y la competencia necesarias para llegar a un juicio lo más cercano posible a la certeza moral. Queda la llamada “reserva apostólica”, es decir, la posibilidad de intervención de la Sede Apostólica, incluso sin el consentimiento del obispo.

El siglo XVI fue testigo de la extraordinaria aportación de místicos como santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz y san Ignacio de Loyola, que enriquecieron el discernimiento de los supuestos fenómenos sobrenaturales con criterios más refinados. En los siglos siguientes surgieron importantes tratados teológicos, entre ellos De discretione spirituum, del cardenal Giovanni Bona, y sobre todo la obra del cardenal Próspero Lambertini, futuro Benedicto XIV, tanto la monumental obra De servorum Dei beatificatione, como el texto, atribuido a él por la crítica y ahora por fin disponible en edición crítica, Notæ de miraculis.

Se llega así a las Normæ de 1978 que resumen el largo desarrollo histórico trazado, enumerando algunos criterios positivos y negativos con los que el Ordinario puede juzgar el hecho considerado, las relaciones con la Conferencia Episcopal competente y con la Congregación para la Doctrina de la Fe. Las citadas Normæ servían para “juzgar, al menos con cierta probabilidad” sobre el posible origen sobrenatural del fenómeno en cuestión.

El documento de 1978 era ya muy consciente de la rapidez con que hoy se difunden las noticias sobre los supuestos fenómenos, así como de “la mentalidad actual y las exigencias y requerimientos científicos de la investigación crítica”, que “hacen más difícil, si no casi imposible, emitir con la debida celeridad los juicios con que concluían en el pasado las investigaciones sobre el tema”. Pero las Normæ se emitieron precisamente a causa de estas dificultades, para llegar “a la luz del tiempo transcurrido y de la experiencia, con especial atención a la fecundidad de los frutos espirituales” a, “expresar un juicio de veritate et supernaturalitate, si el caso lo requiere”.

El lector perdonará el largo excursus, necesario, sin embargo, para comprender la orientación de la Iglesia en esta materia: máxima prudencia, sin apresurarse a pronunciarse en un sentido o en otro, pero también apertura a reconocer la presencia del Espíritu, mediante la atestación de elementos que apelan a la razonabilidad del hombre, capaz de llegar a un juicio altamente probable y a una certeza moral.

En el trasfondo de todo este desarrollo histórico se puede identificar precisamente este punto fijo: la Iglesia tiene conciencia de la capacidad de la razón humana para captar los signos de lo sobrenatural. Este principio sustenta la credibilidad de la Persona misma de Jesucristo, del Evangelio y de la evangelización. El Apóstol Pedro, el día de Pentecostés, dirigiéndose a los judíos, describió al Señor Jesús como el “hombre que Dios os acreditó mediante milagros, prodigios y señales” (Hch 2,22); Dios acreditó también la obra de los propios Apóstoles mediante “muchos signos y prodigios” (Hch 5,12). El milagro, el acontecimiento sobrenatural es una especie de “firma de Dios” que el hombre es capaz de descifrar, una pista que Dios ofrece precisamente a la razón del hombre, para que pueda reconocer su origen. Toda la acción profética, de Cristo mismo y de los Apóstoles, se basa precisamente en este principio: el hombre no es capaz de conocer directamente lo sobrenatural, sino de identificar sus signos, sus huellas, para reconocer la impronta de Dios y abrirse a acoger su acción y su mensaje.

Ahora bien, ¿qué encontramos en las nuevas Normas? El cardenal Fernández ha tratado de justificar el nuevo documento con la necesidad de una mayor prudencia por parte de la Iglesia, debido a la confusión generada por la actuación de algunos obispos y los pronunciamientos contradictorios. Pero lo cierto es que el problema no radica en la falta de normas o en su oscuridad, sino simplemente en la actuación imprudente de algunos prelados; hasta el punto de que las nuevas Normas recogen sustancialmente los criterios del documento de 1978. Si el problema fuera, pues, de prudencia, el documento sería inútil.

La verdadera novedad del documento, sin embargo, reside en el hecho de que a partir de ahora la posibilidad de expresar una opinión positiva sobre la naturaleza sobrenatural de un acontecimiento quedará excluida, sino que se limitará, a lo sumo, a un nihil obstat; la caveat del artículo 22 §2 expresa esta novedad: incluso en el caso del nihil obstat, “el obispo diocesano cuidará (...) de que los fieles no consideren ninguna de las determinaciones como una aprobación del carácter sobrenatural del fenómeno”. El concepto fue reiterado por Fernández en la rueda de prensa, respondiendo a una pregunta de la periodista Diane Montagna; justificándose en la necesidad de una decisión prudencial, el cardenal dijo que “no se puede pedir una declaración de origen sobrenatural para decidir en este caso, precisamente porque el riesgo de declarar [un fenómeno] como sobrenatural es el de dar plena certeza. De modo que, en definitiva, ya no se pueda dudar”.

Ahora bien, hasta las piedras saben que cuando un obispo se expresa favorablemente sobre la sobrenaturalidad de una aparición o milagro, e incluso cuando lo hace un Papa, no pretende ni puede vincular la conciencia de los fieles como si enseñara un dogma o una verdad de fide tenenda. Siempre ha sido una cuestión de juicio prudencial, incluso cuando se expresa con un constat de supernaturalitate, cuyo grado máximo de asentimiento es la certeza moral, no la certeza absoluta de un acto de fe. Tanto es así que la oposición al juicio autorizado del obispo en tal materia significaría en sí misma, a lo sumo, temeridad, en ningún caso herejía o cisma.

El contenido concreto del documento es, pues, bien distinto: la negación de que la Iglesia disponga de medios para poder emitir sobre un acontecimiento un juicio de probabilidad o de certeza moral sobre su origen sobrenatural; pero ¿cómo dar crédito a la Iglesia que proclama el milagro de la curación del hidrópico por el Señor, o del tullido por Pedro y Juan, si esa misma Iglesia nos dice hoy que en esencia no es posible decir nada sobre la sobrenaturalidad de un acontecimiento? Porque el punto en cuestión no es qué es objeto de fe y qué no lo es, sino la capacidad de decir algo sobre la credibilidad de un hecho. A pesar de las muchas diferencias al respecto entre los teólogos, la línea que sigue el Dicasterio parece totalmente nueva en la historia de la Iglesia: sacrificar la credibilitas para salvaguardar la credentitas, es decir, renunciar a pronunciarse sobre la sobrenaturalidad de un hecho para preservar el acto de fe. La preocupación de Tucho, como afirma en la presentación de las Nuevas Normas, es que la aprobación de ciertas revelaciones lleve a apreciarlas “más que el propio Evangelio”; ergo, es mejor no dar señales de aprobación, sino sólo de concesión.

Sin embargo, la experiencia es distinta y considera que las razones de credibilidad son una ayuda para el acto de fe propiamente dicho y no un obstáculo. Esto se constata diariamente en nuestras iglesias y en la práctica del pueblo de Dios: si ciertas apariciones marianas, como Lourdes, Fátima, Guadalupe, no hubieran sido aceptadas por la Iglesia, la vida cristiana del pueblo y la frecuencia de los sacramentos serían aún peores de lo que ya son. La fuerza de los signos creíbles de los milagros o apariciones eucarísticas, que surgieron precisamente gracias a la prudente y a veces tímida investigación de los obispos, ha sostenido siempre la fe de la gente, especialmente en tiempos de oscuridad. Todo lo contrario a un obstáculo para la fe.

La sensación es que Tucho está completamente condicionado por la corriente que está acabando con la apologética desde hace varias décadas, creando no un salto, sino una brecha entre las exigencias de la razón y el acto de fe, sosteniendo una imposibilidad sustancial de reconocer con certeza (moral) las huellas de las intervenciones de Dios en la historia humana.