Santa Bibiana por Ermes Dovico
POLÍTICA INTERNACIONAL

La paradoja del “pacificador” Trump que ataca a Venezuela

Mientras intensifica sus esfuerzos para resolver el conflicto en Ucrania, el presidente estadounidense Trump está cada vez más cerca de lanzar un ataque militar contra Venezuela. ¿Cómo se explica esto? Sencillo: con el hecho de que el verdadero objetivo no es la paz, sino los intereses de Estados Unidos.

Internacional 02_12_2025 Italiano English

El pasado fin de semana, Estados Unidos se ha acercado aún más a un ataque militar contra Venezuela y, al mismo tiempo, ha dado un pequeño paso más hacia una solución negociada para el conflicto entre Rusia y Ucrania. Actitudes que parecen contradictorias entre sí, sobre todo teniendo en cuenta que una de las grandes ambiciones del presidente estadounidense Donald Trump es recibir el Premio Nobel de la Paz.

En el frente ucraniano, el secretario de Estado Marco Rubio se ha reunido ayer en Miami con una delegación de Kiev y, tras ella, ha asegurado que se han dado pasos adelante, aunque “queda mucho trabajo por hacer”, sobre todo teniendo en cuenta que la contraparte rusa no tiene ninguna prisa por llegar a un acuerdo. El día anterior, sin embargo, el presidente Trump, en una publicación en la red social Truth, había invitado a “considerar totalmente cerrado el espacio aéreo sobre y alrededor de Venezuela”, lo que hace pensar que un ataque de algún tipo es inminente. En los últimos dos meses, Estados Unidos ha acumulado importantes fuerzas aeronavales en el Caribe, incluido el gran portaaviones Ford. Y desde septiembre, las pequeñas embarcaciones de presuntos traficantes de drogas están en el punto de mira, con un balance de 21 ataques y 83 muertos, pero sin que se haya confirmado nunca la presencia real de droga a bordo de embarcaciones que podrían haber sido simplemente de pescadores.

El hecho es que cada vez es más difícil que Trump dé marcha atrás en un ataque contra Venezuela, a pesar de que incluso entre los republicanos hay quienes se oponen a tal escalada y advierten, además, que solo el Congreso puede declarar una guerra. El motivo oficial de las amenazas de Trump es la lucha contra el narcotráfico que tiene como destino final Estados Unidos, con todas las graves consecuencias sociales y humanas que ello conlleva. Pero, como ya hemos explicado, la verdadera motivación es geopolítica, es decir, la presencia en el patio trasero de un país rico en recursos, pero con un gobierno dictatorial de tipo socialista que ha construido alianzas peligrosas con Rusia, China e Irán. No en vano, Trump apunta explícitamente al cambio de régimen en Caracas y a la destitución del presidente Nicolás Maduro. Objetivo que, por otra parte, Trump ya había perseguido durante su primer mandato—aunque con medios menos drásticos—, tras las elecciones venezolanas de 2018, cuyo resultado fue fuertemente impugnado por la oposición.

Sin embargo, no pretendemos aquí detenernos en los detalles de las relaciones entre Estados Unidos y el Gobierno de Caracas ni en el posible resultado de una eventual acción militar; queremos abordar la aparente paradoja de un presidente que quiere pasar a la historia como el “gran pacificador”, el hombre que pone fin a los conflictos armados, el presidente que ya ha “acabado con siete guerras” (un balance muy discutible, por cierto) y que luego declara la guerra a otro país. ¿Cómo se explica esto?

Aunque Trump tiene formas desconcertantes de gestionar las relaciones internacionales y sus declaraciones y movimientos tienden a ser impredecibles y confusos, hay un hilo conductor que conecta sus iniciativas en materia de política exterior: la convicción de que el mundo es ahora multipolar, pero que hay que establecer las nuevas fronteras de las distintas potencias para crear un equilibrio que permita a Estados Unidos garantizar su seguridad y seguir prosperando. Y, en consecuencia, no dispersar sus energías involucrándose en conflictos lejanos (véase Ucrania) o manteniéndose comprometidos en guerras que pueden dañar sus intereses (véase Oriente Medio).

Es la lógica de las esferas de influencia, grandes potencias que pretenden ejercer un poder sobre otros Estados vinculándolos y subordinándolos a sus propios intereses nacionales. No es nada nuevo: con el fin de la Guerra Fría se pensaba que había terminado la era de las esferas de influencia, pero era solo una ilusión: las grandes potencias, y las aspirantes a serlo, siempre han tratado de mantener o construir sus propias esferas de influencia, lo que explica muchas de las guerras de estos 35 años: desde los Balcanes hasta Libia y Oriente Medio con el enfrentamiento entre suníes y chiíes. Hasta, por supuesto, la invasión de Ucrania, con el enfrentamiento entre Rusia y la OTAN: no en vano, en las conversaciones entre Estados Unidos y Rusia para llegar a un acuerdo de paz, el capítulo de Ucrania es solo uno más entre muchos.

Trump intenta alcanzar un acuerdo global, del que evidentemente forma parte la “intocabilidad” —por parte de otras potencias— de todo el continente americano, considerado de su competencia. Por eso ahora levanta la voz ante el actual Gobierno de Venezuela (reconocido, por cierto, solo por unos cincuenta países tras la victoria considerada fraudulenta en las elecciones de 2024). Para Trump, evidentemente, la paz no es el objetivo, sino un medio para “hacer grande a Estados Unidos”; por lo tanto, se puede renunciar a ella si la guerra es más eficaz para el verdadero objetivo.

No hay que escandalizarse tanto por la existencia de zonas de influencia, pero hay formas y formas de promover y ejercer esta influencia: una cosa es, por ejemplo, la ayuda económica que permite a otros países desarrollarse y crecer juntos (como fue el plan Marshall estadounidense para la Europa que salía de la Segunda Guerra Mundial), otra es “comprar” a los países pobres para robarles sus recursos (véase China en África) y otra muy distinta es invadir militarmente los países que se consideran parte integrante de la propia zona de dominio. Es evidente que estas dos últimas modalidades no pueden considerarse aceptables.

Además, si se sigue por este camino, tras la invasión de Ucrania, un ataque estadounidense a Venezuela allanaría el camino, al menos desde el punto de vista de la legitimidad, para la invasión de Taiwán por parte de la República Popular China. Esto, además de ser un desarrollo injusto e inaceptable, no crearía en absoluto un orden, sino probablemente más conflictos con los demás países de la región preocupados por la agresividad de la China comunista.

El camino hacia un nuevo equilibrio entre potencias no puede pasar por la violación de la soberanía nacional (y esto también se aplica a la Unión Europea en su interior) ni por eludir las normas del derecho internacional. Debe pasar por la conciliación de intereses, respetando la dignidad de todas las partes implicadas.