La subida al cielo de Benedicto deja la tierra más a oscuras
El Papa emérito Benedicto XVI ha fallecido hoy a las 9:34 horas, en el Monasterio Mater Ecclesiae del Vaticano.
La luz de la fe unida a la razón brilló y brilla en sus escritos teológicos, en la claridad de sus intervenciones magistrales. Al acercarse a él, uno estaba seguro de no sentirse confundido, sino más bien confirmado en las verdades de la fe y la razón. En el magisterio de Benedicto todas las verdades confluyeron y encontraron su lugar. Un desafío en el corazón de la modernidad a la que la Iglesia no está llamada a “conformarse”. Por tanto, Benedicto no representa el pasado, sino el futuro.
La subida al cielo de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI deja la tierra más a oscuras. La fe es también luz y conocimiento que, en su unión con la razón, difunde claridad, disuelve las tinieblas, supera las dudas angustiosas, da alegría al intelecto, rescata de la dictadura del tiempo y confiere una libertad llena de verdad. Juan Pablo II había dicho que la frase del Evangelio que más amaba era: “La verdad os hará libres”. No sé si Benedicto XVI respondió alguna vez a una pregunta sobre este punto, pero creo que lo compartió. La verdad, vivida junto con la caridad (Veritas in caritate y Caritas in veritate) puede considerarse el centro de su vida, de su investigación teológica, de la orientación de la Iglesia universal primero a la Doctrina de la Fe y después al Pontificado. Un “magisterio luminoso”, lo calificó acertadamente el cardenal Sodano.
La luz de la fe unida a la razón brilló y brilla en sus escritos teológicos, en la claridad de sus intervenciones magisteriales, en sus discursos, algunos de los cuales han entrado ya en la historia... Pero también en la serenidad de sus gestos, en el delicado respeto a las personas, en la dulzura de sus actitudes, en su compostura sobria e íntima que transmitía tranquilidad mientras expresaba al mismo tiempo firmeza y confianza en Cristo. Sin difamaciones, sin alimentar la duda que corroe y desautoriza, sin ambigüedades, el cómo del discurso siempre perfectamente acorde con el qué. Al acercarse a él, uno estaba seguro de no confundirse sino de ser confirmado en las verdades de la fe y la razón. Uno siempre se acercaba a él con la confianza de un hijo, sabiendo que un padre nunca daría de comer a una serpiente. Benedicto defendió la “sana doctrina” contra los vientos siempre cambiantes de la opinión teológica; preservó y volvió a proponer la necesidad de lo sagrado incluso en un mundo secularizado, no pensaba que lo “nuevo” tuviera que ser pasivamente “puesto al día”, sino que lo afrontaba con una inmersión profética en la tradición; no despreció el diálogo, incluso con los ateos, pero tampoco renunció a la pretensión de la fe de emancipar la razón en la verdad. Cuando debatía con Habermas u Odifreddi no utilizaba sólo la razón, sino “la razón en la fe”, como santo Tomás, él que se había formado en san Buenaventura y Agustín.
Siempre defendió el papel de la metafísica en la teología y ayudó a Juan Pablo II a escribir Fides et ratio, que la Iglesia ya no parece recordar. Era de la idea de que “el recibir precede al hacer” y que los derechos y libertades estaban legitimados en su verdad por algo que les precede y que se llama orden natural en el plano de la razón y depósito revelado en el de la fe; reafirmó con finura intelectual y teológica la necesidad de entender a Dios como fin último y, por tanto, la incapacidad del orden secular respecto a sus propios fines y su necesidad de una salvación que no puede derivar del orgullo mundano; en la relación entre la Ciudad del Hombre y la Ciudad de Dios nunca invirtió el valor y la prioridad de las dos realidades, no hizo concesiones al naturalismo y pensó que la fe revelada liberaba a la razón natural de la gnosis.
En el magisterio de Benedicto, todas las verdades confluyeron y encontraron su lugar. El error no se entendía como un impulso dialéctico hacia una síntesis superior. Tanto el intelectual como el simple creyente gozaban de estar en un universo de sentido coherente y estable con el que enfrentarse a las contradicciones y negaciones de la existencia, sin dejar de considerarlas contradicciones y negaciones y no nuevas normas o leyes. Con Benedicto se sabía que las circunstancias no son excepciones. Para él, el tiempo no era el punto de partida de la interpretación de la fe apostólica: efectivamente en la Palestina de Jesús no existían las grabadoras, pero la transmisión de la fe apostólica tuvo lugar en la certeza absoluta garantizada por el Espíritu. No hay que rechazar el método histórico-crítico, pero la fe de la tradición prevalece sobre él, y la teología de la liberación se equivoca al pensar que el Evangelio se lee a partir de la situación, sino que es la situación la que se lee a la luz de la fe apostólica. Las teologías contemporáneas han señalado el “lugar teológico” en muchas situaciones existenciales e históricas, pero para Benedicto el único lugar teológico era la fe apostólica. Con él, todo fiel católico tenía la garantía de que la Iglesia lo guiaba hacia la adhesión a las mismas verdades de fe que los Apóstoles.
Benedicto había dejado claro a la Iglesia dónde se había negado originalmente la verdad en la forma radical de la modernidad. Esto había sucedido en el Occidente de la gran abjuración y el ateísmo elegido como la nueva religión. Por eso pensaba que era en Occidente y no en otros lugares donde tenía que surgir la resistencia y la recuperación. Aquí, donde la llama corría peligro de extinguirse por falta de alimento, tenía que reavivarse toda la verdad. Aquí, donde las nuevas ideologías de la nada impregnaban ya todas las instituciones -ya fueran políticas o educativas-, y donde la razón se replegaba sobre sí misma, aniquilándose y alimentando totalitarismos “consensuales” no menos destructivos que los ya experimentados, la Iglesia no debería haberse “adaptado”, sino seguir siendo ella misma hasta la médula.
Benedicto XVI no representa el pasado, sino el futuro.