La hipocresía de la UE con respecto a Rusia obstaculiza una solución
Los motivos de preocupación por la política de Putin están más que justificados, pero el conflicto no es entre “buenos” y “malos”, sino que hay que decidir con claridad si se quiere el enfrentamiento militar o se quiere el alto el fuego, aceptando incluso “congelar” la situación.

La iniciativa del presidente estadounidense Donald Trump sobre Ucrania y la respuesta europea han reavivado con razón el debate sobre la seguridad en Europa y cuáles son las condiciones posibles para una solución pacífica duradera. Al fin y al cabo, el verdadero núcleo del debate gira en torno a la peligrosidad de la Rusia de Putin, que se niega o se afirma como la amenaza más grave a la que nos enfrentamos. Esta segunda hipótesis es la que defiende la dirección de la Unión Europea (UE), que ha promovido un plan de financiación de gastos militares (llamado pomposamente “Rearm Europe”).
Por desgracia, parece que hay solución a esta rígida oposición que conduce a un callejón sin salida. Hay quien sostiene que Putin no se conformaría con Ucrania y que, si se lo permiten, entonces su siguiente objetivo serán los países bálticos y, por qué no, Polonia.
En principio no podemos descartar esta posibilidad, ni podemos fingir que no vemos que realmente se han hecho declaraciones amenazantes y que también existe una ideología de la “Rusia mundial” que es, como mínimo, preocupante. A esto se añade que Ucrania ha sido realmente invadida, lo que da a entender que para Moscú existe un derecho a la anexión, y esta violación del derecho internacional no puede justificarse en modo alguno por cualquier acto hostil o provocación sufrida anteriormente.
Dicho esto, sin embargo, lo que resulta engañoso es absolutizar el “mal” representado por Putin haciendo que todos sus antagonistas parezcan inocentes sin mancha ni pecado. Pintar la realidad en blanco y negro, dividiéndola entre buenos y malos, es sin duda la clave del éxito de muchas películas de Hollywood y también de la propaganda, pero es un pésimo servicio a la verdad. La Unión Europea que en nombre de la democracia carga contra el autoritarismo es la misma que en estas semanas está apoyando el “golpe blanco” en Rumanía; que ha querido el cambio de gobierno en Polonia, donde apoya un régimen que está haciendo una farsa de la democracia, y lo mismo querría hacer en Hungría.
Y la Unión Europea, que se escandaliza por la invasión de Ucrania multiplicando las sanciones contra Rusia, es la misma Unión Europea que ha permanecido al lado de Ruanda mientras ésta ha invadido el Congo y a la que solo ahora amenaza débilmente con sanciones. Sigue siendo la misma Unión Europea que no tiene nada que decir sobre las expropiaciones de casas y tierras en Cisjordania realizadas por los colonos israelíes. Y, sobre todo, es la misma Unión Europea la que permanece en silencio, cómplice, ante las masacres que la nueva administración siria está perpetrando contra las minorías, cristianos incluidos. No es difícil entender que lo único que importaba de Siria era eliminar a un presidente pro-ruso a costa de apoyar a un gobierno yihadista: Bashar al-Assad se calificaba como un monstruo, pero ahora se justifican las masacres de Ahmad al-Shara.
Y cuando se sostiene que un “paz justa” implica el reconocimiento de las fronteras de Ucrania anteriores a 2014, ciertamente se afirma un principio ideal, pero también hay que reconocer que en la historia nunca ha existido una “paz justa” en este sentido, dado que todos los países tienen fronteras trazadas por las guerras que se han sucedido, con territorios ganados y perdidos dependiendo de quiénes son los vencedores o los vencidos en el conflicto. Basta con prestar atención a las actuales fronteras de Italia y a las heridas aún abiertas. Y muy a menudo hay que aceptar situaciones “injustas” porque la alternativa es sin lugar a dudas peor.
Tenemos un ejemplo dentro de las fronteras de la Unión Europea: el caso de Chipre, invadido por Turquía en 1974 y que aún está dividido por una Línea Verde, patrullada por una fuerza de la ONU, que separa el norte, dirigido por los turcos, del sur, griego. Solo Turquía reconoce la república turca del norte, y sin embargo nadie ha pensado nunca en declarar la guerra a Turquía o en armarse para defenderse de Turquía, que nunca ha ocultado sus ambiciones imperiales y hoy lo vemos por el papel preponderante que ha ganado en Oriente Medio y en el norte de África. No solo eso, Turquía también es miembro de la OTAN y nadie lo ha cuestionado nunca. De hecho, desde entonces la situación permanece congelada: se considera que una paz “injusta” y, en definitiva, precaria, es mejor que un guerra entre Turquía y Grecia (que inevitablemente habría involucrado a otros países) con el reguero de muertos que habría implicado.
Pero la verdadera pregunta que debe responderse con claridad, sin hipocresía, es: ¿hacia qué solución queremos dirigirnos? ¿Derrotar militarmente a Putin? Bien, entonces el único camino es entrar abiertamente en guerra contra Rusia, porque, si no ocurren hechos extraordinarios pero por el momento imprevisibles, es impensable que Ucrania, incluso con armamento occidental, pueda cambiar el rumbo del conflicto. Después de tres años de guerra, está claro que armar a Ucrania solo sirve para desgastar a Rusia y retrasar el momento de la victoria militar, con la esperanza de quitarle a Putin las ganas de intentar otras aventuras. De hecho, este ha sido el objetivo hasta ahora, pero a costa de la vida de cientos de miles de ucranianos que tarde o temprano acabarán concediendo a Rusia lo que una negociación seria podría haber resuelto hace tres años sin disparar un solo tiro.
Si, por el contrario, no se tiene la voluntad (y la posibilidad de medios y hombres) para entrar en guerra contra Rusia, es obligatorio buscar una solución negociada que acabe con las armas lo antes posible. Un alto el fuego de treinta días como ha propuesto Trump no es la solución definitiva, pero puede ser un comienzo, siempre y cuando Putin lo acepte después de Zelensky. Es obvio que cualquier acuerdo debe prever garantías, tanto para Ucrania como para la Unión Europea que, por otra parte, está pagando caro este conflicto al que se sumó con entusiasmo bajo la dirección de la administración Biden.
Esto no significa aceptar el derecho a la anexión: el caso de Chipre demuestra que, por imperfecta que sea la solución, es posible lograr un alto el fuego permanente sin aceptar ni reconocer diplomáticamente la situación que se ha creado sobre el terreno.
Lo que hay que decidir no es la estrategia en función de las intenciones que atribuimos a Putin, sino el objetivo de nuestros esfuerzos: ¿la confrontación armada o una solución negociada?