RUSIA-UCRANIA

La consagración, un gesto decisivo que también requiere nuestra penitencia

El anuncio de la consagración de Rusia y Ucrania es una noticia de importancia histórica, vinculada tanto a las apariciones en Ucrania de 1914 y 1987 como a la petición de la Virgen en Fátima. También es la reconocimiento del poder de Dios sobre las naciones y el mundo entero, que finalmente vuelve a poner a Dios en el centro de la vida del mundo. Pero no debemos olvidar que en Fátima la Virgen también pidió penitencia y reparación, porque la guerra es la consecuencia de nuestros pecados.

Ecclesia 18_03_2022 Italiano English

El anuncio de la consagración de Rusia y Ucrania por parte del Santo Padre el próximo 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, que el cardenal Krajewski realizará “paralelamente” en Fátima, debe considerarse una gran noticia, una noticia de importancia histórica. El Papa ha respondido así al llamamiento de los obispos ucranianos, que han acogido la iniciativa con gran alegría y esperanza. Monseñor Sviatoslav Shevchuk, arzobispo mayor de la Iglesia greco-católica de Kiev-Halyč, ha explicado (ver aquí) que los católicos ucranianos habían pedido este gesto ya en 2014, al comienzo de los graves enfrentamientos en Ucrania, peticiones que se han incrementado desde el pasado 24 de febrero.

La importancia del acto debe evaluarse desde varios puntos de vista. En primer lugar, del histórico. En 1037, el gran príncipe de la Rus de Kiev, Yaroslav I Vladimirovič, conocido como el Sabio, consagró su reino, que entonces incluía la actual Ucrania, Bielorrusia y parte de Rusia, a Nuestra Señora, reconocida como Reina de Ucrania. Novecientos años después, tres años antes de las apariciones de Fátima, la Reina de Ucrania había “vuelto” para advertir a su pueblo, apareciéndose en Hrushiv a veintidós personas que trabajaban en el campo y prediciendo el advenimiento del comunismo ateo en Rusia, las guerras mundiales y los grandes sufrimientos que el pueblo ucraniano padecería a causa de la Rusia comunista. El fin del sufrimiento se anunció de nuevo en Hrushiv, en 1987, a la niña de 12 años Maria Kyzyn.

La consagración de Rusia, sin embargo, se refiere explícitamente a la petición de la Virgen a los niños pastores de Fátima, una conexión que monseñor Shevchuk expresó claramente (ver aquí): “¡Estamos agradecidos al Santo Padre por haber accedido a la petición que la Virgen hizo durante la aparición del 13 de julio de 1917 en Fátima a sus hijos, para proteger a Ucrania y detener ‘los errores de Rusia que promueven las guerras y las persecuciones de la Iglesia’. De esta manera, hoy vemos cumplirse las palabras de la Virgen que dijo: ‘Los buenos serán martirizados, el Santo Padre sufrirá mucho, varias naciones serán aniquiladas’”.

La segunda razón de la importancia de este acto radica en que no podemos dejar de acoger con gran alegría y aprobación el hecho de que nuestros pastores, y unidos a ellos los fieles, reconozcan, al menos implícitamente, el poder soberano de Dios no sólo sobre los individuos, sino también sobre las naciones y el mundo entero. No podemos olvidar el asfixiante contexto cultural y eclesial que vivimos desde hace años. Un contexto que quiere que el mundo se cierre sobre sí mismo, que sigue reivindicando la autonomía de las realidades terrenales, relegando a Dios a la “espiritualidad” del hombre, o más bien del individuo, porque parece que Dios ya no tiene nada que ver con la vida de la sociedad y de las naciones. La consagración a la Virgen de dos naciones concretas –y Dios quiera que de los Estados Unidos y de Europa, que han hecho todo lo posible por atraer el azote de la guerra- rompe estos tabúes y vuelve a poner por fin a Dios en el centro de la vida del mundo y de la Iglesia, orienta las esperanzas de los hombres hacia donde deben dirigirse y hace que los hombres vuelvan a implorar la ayuda de lo alto. Oxígeno.

Si esta mirada finalmente elevada adquiere los contornos de una consagración a la Virgen –como se desprende claramente del comunicado del Director de la Oficina de Prensa del Vaticano, salvo cambios repentinos de última hora-, entonces la iniciativa adquiere mayor peso. Durante años, algunos teólogos se han escandalizado ante la mera mención de la consagración a la Virgen. Teólogos que susurran al oído de los obispos que no se puede hablar de consagrar, sino sólo de encomendar. Por el contrario, es fundamental tomar conciencia de cómo el Cielo quiere que el acto de consagración, es decir, el acto por el que se “transfiere” a alguien o algo del mundo profano al mundo sagrado, se dirija a María Santísima, como signo de pertenencia a Ella y a su linaje, en la lucha contra el dragón infernal (para más detalles, ver aquí).

Consagrar las naciones, en particular Rusia, tal y como pidió explícitamente la Virgen en Fátima, como remedio contra las calamidades que se abaten sobre la humanidad a causa de los pecados y abominaciones cometidos repetidamente, significa entregar estas naciones a la Virgen para que sean sustraídas al poder del maligno, que quiere utilizarlas para difundir la muerte, la mentira y la perdición por todas partes, y transferirlas al arca de la salvación, el Corazón Inmaculado de María. Por lo tanto, significa salvarlas y convertirlas en instrumentos de bien para todo el mundo.

Pero en Fátima la Virgen había pedido claramente, junto con la consagración, la comunión reparadora de los cinco primeros sábados y la penitencia. En particular, en el tercer secreto vemos que el ángel llama al mundo a la penitencia tres veces. Esto significa, en primer lugar, reconocer que la guerra y las calamidades son medios que Dios permite para castigar al mundo, y su fuerza son los pecados de los hombres. La Virgen utiliza precisamente el término “castigo”, aunque no guste. La verdadera causa del mal que nos aflige son nuestros pecados, nuestra continua desobediencia a Dios ignorando sus mandamientos, nuestra total falta de respeto y devoción hacia Él, el Bien Supremo.

Por eso, aunque esperamos la paz, también debemos tener mucho cuidado de no considerar la consagración a la Virgen como un acto mágico, por el que obtenemos lo que nos conviene. Sería desafiar a Dios pedir la paz y la prosperidad sin querer acabar con el pecado, sin querer abandonar una forma de vida, privada y pública, que ofende a Dios. La penitencia es absolutamente necesaria, así como la reparación.

La Providencia quiere que este acto se anuncie y se lleve a cabo en plena Cuaresma, un tiempo que se ha vaciado de aquellas prácticas penitenciales como el ayuno y la abstinencia de carne, ahora reducidas a su mínima expresión, que se ofrecían durante cuarenta días como pueblo de Dios, no sólo como iniciativas generosas de individuos. Quizá la mejor manera de secundar este acto de consagración sea vivir estos días de Cuaresma como Dios ha enseñado a su Iglesia desde hace siglos: abstinencia de carne (preferiblemente de todos los alimentos de origen animal) y ayuno, es decir, una sola comida al día, al atardecer (que se puede atemperar con una o dos comidas más ligeras). Prácticas que están en el corazón de la tradición de la Iglesia y que, quién sabe por qué, alguien ha decidido que ya no son relevantes.