CORPUS DOMINI

Jesús en la Eucaristía, igual que hace dos mil años en la Cruz

Con la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor exaltamos lo que se celebra en cada Misa: la verdad sobre la presencia de Su Cuerpo ofrecido en sacrificio por nosotros y de Su Sangre derramada en la cruz para el perdón de nuestros pecados. Hoy, en muchos sitios del mundo, se dispensa del precepto dominical, se prohíben las procesiones y se impone la Comunión en la mano, desacralizando el misterio eucarístico. Es necesario, por tanto, volver a adorar más aún el Santísimo Sacramento y reparar las ofensas contra este dono de Amor infinito.

Ecclesia 13_06_2020 Italiano English

Algo de historia

La solemnidad del Corpus Domini o Corpus Christi surge a partir de acontecimientos dispuestos por la providencia divina. La historia comienza en los primeros años del siglo XIII con una jovencita belga, de nombre Juliana, que desde niña mostró propensión a la contemplación y un amor muy grande a la Eucaristía. A los 16 años tiene una primera visión que luego se repetiría varias veces durante sus adoraciones eucarísticas. La visión es la de una luna con una banda oscura que la atraviesa diametralmente. Será el mismo Señor quien le dirá que la luna simboliza la vida de la Iglesia militante, luminosa, y la banda oscura señala la falta de una celebración litúrgica para estimular a los fieles creyentes a adorar a la Eucaristía, progresar en la práctica de las virtudes y reparar por las ofensas cometidas contra el Santísimo Sacramento. Además, le pedirá ocuparse para que la fiesta se realice.

Con el tiempo la novicia llega a ser priora de Mont Cornillon. Hasta ese momento había guardado la revelación con el mayor sigilo. Ahora lo confía a otras dos fervientes adoradoras de la Eucaristía, y las tres se unen en alianza para conseguir que el Santísimo Sacramento sea glorificado. A través de un sacerdote de Lieja muy estimado, logran consultar a reconocidos teólogos e importantes prelados acerca del proyecto. Varios de los consultados ven conveniente dedicar una fiesta a la Eucaristía que ayude a aumentar la devoción al augusto Sacramento, y será el obispo de Lieja quien, finalmente, acogerá la propuesta e instituirá, por vez primera, la solemnidad del Corpus Domini en su diócesis.

Sin embargo, como suele ocurrir con las obras de Dios y con la vida de los santos, a pesar de los resultados halagüeños no faltan las pruebas y se presentan fuertes oposiciones, hostilidades y persecuciones. Juliana abandona el convento de Mont Cornillon y, acompañada de algunas religiosas, peregrina por varios monasterios cistercienses. No se lamenta de su situación y con santa tenacidad y gran celo prosigue su misión de difundir el culto eucarístico.

Juliana de Mont Cornillon muere en 1258, contemplando al Santísimo que estaba expuesto en su celda. Ella -que tanto lo había adorado y meditado aquel pasaje: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”- deja este mundo contemplando al Dios oculto en la Eucaristía para contemplarlo, amarlo y adorarlo sin velos en la eternidad. El Beato Pío IX la declarará santa en 1869.

La institución de la fiesta de Corpus
Al momento de la muerte de santa Juliana, la fiesta del Corpus estaba circunscripta a Bélgica. Seis años después asciende al solio pontificio Urbano IV, quien siendo Archidiácono en Lieja había conocido a la religiosa y sabía de la revelación. A esa circunstancia se agrega otro hecho también providencial para la extensión del culto a toda la Iglesia: un milagro eucarístico. En efecto, un sacerdote bohemio -a quien se  conoce como Pedro de Praga- tenía fuertes dudas acerca de la presencia real del Señor en la Eucaristía. Para salir de su tormento, unió a sus oraciones una peregrinación a Roma para pedirle auxilio a san Pedro frente a su tumba. De regreso a su país hizo etapa en Bolsena y cuando estaba celebrando la Santa Misa, durante la consagración eucarística, vio salir de la sagrada Forma sangre con tal profusión que tiñó el corporal. Estupefacto por el milagro atinó a ir a la sacristía con el corporal y las hostias. La sangre salpicó el mármol[1]. El Papa Urbano IV que reside en Orvieto, al ser informado de lo ocurrido, pide que le lleven las hostias junto al corporal. Al recibirlos se arrodilla en adoración y ratifica el milagro. Dado que ya conocía la revelación a santa Juliana y ante el signo que había recibido, decide instituir, por medio de una Bula, la fiesta del Corpus Domini. Se estipula que se celebre el jueves después de la octava de Pentecostés.

¿Por qué jueves? Porque recuerda la institución de la Eucaristía, el Jueves Santo. La fiesta con su procesión está pensada para proclamar y aumentar la fe eucarística y para promover su adoración.

Es el mismo Urbano IV quien le pide a Santo Tomás de Aquino, en esos momentos en Orvieto, que redacte el oficio litúrgico para ser cantado en la solemnidad. De ahí surgen los magníficos himnos Pange Lingue y Adoro Te Devote, obras maestras teológicas y poéticas que reflejan el asombro que experimentamos ante misterio tan insondable de la presencia viva, operante, transformante del Señor en la Eucaristía.

Por medio de la solemnidad del Cuerpo y Sangre del Señor exaltamos aquello que se celebra en cada Misa: la verdad de la presencia de su cuerpo entregado en sacrificio por nosotros y de su sangre derramada en la cruz para el perdón de nuestros pecados. Porque si hace dos mil años, Jesús dio su sangre en la cruz por nosotros, hoy nos da su sangre a nosotros en cada Eucaristía.

Nuestro tiempo
Unas últimas reflexiones sobre este tiempo nuestro en relación a la Eucaristía. Siendo el propósito del culto el de exaltar la fe en la presencia viva del Señor y adorarlo en el Santísimo Sacramento y la reparación, hoy -cuando en muchas partes se exime de la prescripción dominical de asistir a Misa, cuando se prohíben procesiones, cuando se impone forzadamente la comunión en la mano, cuando toda excusa es buena para desacralizar el augusto Sacramento- la necesidad de recordar el significado de la festividad se vuelve más apremiante aún.

Urge recuperar y traer a la fe y a la luz de la verdad a tantos fieles confundidos, escandalizados y entristecidos que, por ejemplo, escuchan a un alto prelado decir que el Señor dijo “tomad y comed” y no “abrid la boca” y a otro que, negando rotundamente la reapertura de la adoración perpetua, la califica de “devoción extremadamente personalista” (sic).

Ante todo, la Eucaristía es don infinito de Dios al hombre porque es el don de sí mismo, y ella nos fue dada para ser celebrada y al mismo tiempo adorada. Celebración y adoración están tan íntimamente vinculadas que no hay fructífera celebración si no hay adoración, ni adoración que no prepare y conduzca a una digna celebración. El mismo Espíritu Santo que transforma “cosas terrenas -pan y vino- en misterio divino” es el que en la adoración sigue su obra sobre nosotros.

La adoración prepara la celebración eucarística porque prepara los corazones al encuentro personal con quien es nuestro Creador y Salvador. Sin adoración no hay verdadero culto eucarístico, ya que toda la liturgia eucarística es de adoración con sus momentos culminantes en la consagración y en la comunión sacramental.

Por otra parte, recibir la Sagrada Comunión en la boca y de rodillas es la manera que más perfectamente refleja la realidad del don divino de la Eucaristía. Por ser don la recibo, no la tomo por mí mismo y por creer con fe firme que es Dios, oculto en el velo eucarístico, la adoro con el gesto propio de arrodillarme.

Además, “tomad y comed” no significa que la Sagrada Forma sea tomada con la mano, sino que ese “tomad” (accipite) significa “recibid”. Es la invitación a recibir el don y no a cogerlo con la mano.

No sólo la adoración perpetua sino toda adoración eucarística no es personalista, si por tal se quiso peyorativamente dar a entender intimista, sino encuentro personalísimo sí, en el que se cultiva la amistad con el Señor y se responde a su llamada no sólo a acercarnos, sino a adentrarnos en el secreto de su Corazón herido y abierto por cada uno de nosotros. En la adoración vamos a Él para poder entonces poder ir a quien lo necesita, que no sabe nada de Dios y que vive en la oscuridad y en la desesperación o a quien está desnudo e inane corporalmente y espiritualmente y para llevar también la paz que el Santísimo ha irradiado sobre nosotros.

En cuanto a la adoración perpetua de la Eucaristía, ésta nace como respuesta de fe y de amor del pueblo fiel hacia el Señor que está constantemente presente en medio de nosotros “con una presencia concreta, cercana como ‘Corazón palpitante’ de la ciudad”[2]. Por eso, tanto la festividad de Corpus como las capillas donde se adora al Señor nos recuerdan que el “Sacramento del amor de Cristo debe permear toda la vida nuestra de cada día”[3].

La tradicional procesión del Corpus – ahora en casi todas partes prohibida- es parte relevante de la fiesta anual dedicada al Cuerpo y Sangre del Señor, porque es Jesucristo que pasa en medio y seguido de la adoración de su pueblo.

No perdamos de vista el propósito de esta festividad: estimular a los fieles creyentes a adorar a la Eucaristía, progresar en la práctica de las virtudes y reparar por las ofensas cometidas contra el Santísimo Sacramento.

Por eso, celebrar hoy el Cuerpo y la Sangre de Cristo es nuevamente recordar con corazón agradecido el don infinito del amor de Dios y consecuentemente adorarlo y reparar por los ultrajes y sacrilegios cometidos en su propia Iglesia y fuera de ella. Deber de los pastores es guiar al encuentro personal con el Señor y remover todo impedimento en tal sentido.

[1]Se conservan el corporal en el Duomo de Orvieto y el mármol en Bolsena.

[2]De la homilía de S.S. Benedicto XVI en el Corpus de 2012

[3]Ibídem

*Misionero de la Santísima Eucaristía