Gaza, una guerra que Israel está perdiendo
Un alto el fuego en las condiciones actuales confirmaría la derrota de Israel, pero un ataque a Rafah también sería desastroso: para la población palestina y aún para Israel políticamente. Hay que resolver la raíz del problema.
A la espera de una palabra definitiva sobre el alto el fuego en Gaza, estos días pasamos en un abrir y cerrar de ojos de la convicción de que estamos a un paso del objetivo, a la desilusión y el miedo ante el desastre que supondría la invasión israelí de Rafah.
Evidentemente, todos esperamos que cese el uso de las armas, al menos durante un periodo en el que se puedan volver a encontrar una solución política; pero, siendo realistas, no es una tarea fácil y, por muy deseable que sea el alto el fuego, habría poco de lo que entusiasmarse porque, de todos modos, las perspectivas no son halagüeñas.
Las dificultades para llegar a un alto el fuego provienen de ambos bandos. Tenemos al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que se encuentra entre la espada y la pared: por un lado, están todos los países occidentales que tanto presionan para evitar el ataque a Rafah, hasta el punto de que Estados Unidos ha suspendido incluso el envío de armas. Del mismo lado están también los familiares de los rehenes y muchos israelíes que han salido a la calle en los últimos días, exigiendo en primer lugar la devolución de los rehenes y un acuerdo de paz. En el otro lado, Netanyahu debe contar con la extrema derecha -representada por los dos ministros Bezalel Smotrich e Itamar Ben Gvir- que hará caer al gobierno sin no se produce el ataque a Rafah. Además, si aceptara la perspectiva de una tregua definitiva, para Netanyahu sería la admisión de una derrota dado que el objetivo declarado de esta guerra es la eliminación de Hamás de Gaza: un desastre político y militar tras siete meses de una guerra sangrienta que ha ido aislando a Israel cada vez más internacionalmente.
En el otro frente, está claro que Hamás está jugando con las dificultades de Netanyahu y ha subido la apuesta anunciando su aceptación de un plan que prevé una tregua definitiva y la retirada total de las tropas israelíes de Gaza, condiciones que -como es fácil comprender- son imposibles de aceptar para el gobierno israelí. Y es que, habiendo arrinconado a Netanyahu, incluso políticamente, Hamás no tiene ningún interés en llegar a un compromiso con Israel.
Por tanto, siendo realistas, hoy tenemos dos opciones: la primera es un alto el fuego que suene a derrota para el gobierno israelí, con la legitimación de la presencia de Hamás en Gaza. Es decir, con un partido-milicia que tiene como objetivo la aniquilación de Israel y que, a pesar de haber perdido parte de sus estructuras militares en los últimos meses, se ha fortalecido políticamente con el odio antiisraelí que la acción militar querida por Netanyahu ha contribuido a multiplicar: no sólo entre los palestinos, sino también en otros países islámicos y en el mundo, como demuestran las manifestaciones en Occidente.
Sin embargo, la alternativa al alto el fuego es el ataque israelí a Rafah, con todas las desastrosas consecuencias que conllevará, en primer lugar desde el punto de vista humanitario, pero también político-militar. La derrota y eliminación de Hamás sigue siendo muy improbable, como sugiere la experiencia de los últimos meses, pero las bajas y la destrucción aumentarán, y el plan de Israel una vez finalizada la ofensiva sigue sin estar claro. Al mismo tiempo, la destrucción de Rafah no hará sino alejar aún más a los aliados de Israel.
En resumen, el preocupante signo de vulnerabilidad que representa la masacre de Hamás del 7 de octubre de 2023 se suma a otro signo de debilidad por parte de Israel, incapaz de eliminar a su enemigo, dividido internamente y con las relaciones cada vez más debilitadas con sus aliados occidentales. Una situación cuya responsabilidad pesa sobre el actual gobierno de Netanyahu. Paradójicamente, la ayuda a Israel podría venir de los gobiernos de otros países islámicos para los que el crecimiento de los fundamentalistas de Hamás y el fortalecimiento de sus patrocinadores, Irán y Qatar, se está convirtiendo en un peligro para la seguridad interna y regional. Ni que decir tiene que una victoria de Hamás, lejos de representar el bien del pueblo palestino, también sería preocupante para Europa, empezando por el impulso que daría (y de hecho ya está dando) al fundamentalismo islámico en nuestros países.
Ante este panorama, cobra aún más importancia una acción político-diplomática internacional que no solo se limite a presionar para conseguir un alto el fuego inmediato. Por complicado que sea, hay que ir a la raíz de este conflicto para encontrar una solución política estable y duradera, cuya premisa básica es que la aniquilación de unos u otros debe quedar terminantemente descartada.
Se ha dicho muchas veces que hay que encontrar una solución a la cuestión palestina, y es absolutamente cierto. Tenemos un pueblo sin Estado y con un territorio que tiende a diluirse, además de privado de ciertos derechos elementales.
Pero también debe quedar claro que la cuestión palestina no puede resolverse sin resolver simultáneamente también la cuestión israelí. Porque no hay que olvidar que la pretensión de Hamás y de los países que le apoyan es que Israel no exista. Y es precisamente la existencia de Israel la razón por la que ha habido guerras en Oriente Medio desde 1948.
Por tanto, no se puede pretender que la creación de un Estado palestino (rechazado por los propios países árabes) resuelva todos los problemas. Será aún más importante establecer quién puede dirigir este Estado, del mismo modo que será fundamental en Israel marginar a las fuerzas según las cuales la salvación del Estado judío pasa por la eliminación de los palestinos.
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