San Félix I por Ermes Dovico
ACTO CUMPLIDO

El pueblo, el Papa y María: la consagración reúne Cielo y Tierra

Con la solemne consagración, realizada tras una intensa liturgia penitencial en la que el Santo Padre pidió perdón a Dios en nombre de todos, se han “vuelto a coser” el Cielo y la tierra. La Iglesia, el mundo, Rusia y Ucrania son ahora propiedad de María, que acude al trono de Dios como nuestra Abogada. El acto realizado -la consagración, la comunión con los obispos, las razones históricas- se corresponde con las modalidades pedidas por la Virgen. Y es a partir de este hecho objetivo, con la invitación a volver a Dios, que debemos empezar de nuevo.

Ecclesia 29_03_2022 Italiano English

Una liturgia penitencial intensa, sobria, en el recogimiento, llena de silencio, ha colocado a la Iglesia en su posición de verdad ante Dios. El reconocimiento de la culpa, la necesidad de perdón, la mano tendida pidiendo esa ayuda que es la única que puede devolver la esperanza en un mundo que ha llegado a la cima de la impiedad. Y luego el acto tan esperado que ha mantenido en vilo al mundo, que ha mantenido en vilo a Dios; como se mantuvo en vilo a toda la creación y a la Santísima Trinidad hace más de dos mil años, ese momento de silencio entre el anuncio del Arcángel Gabriel y la respuesta de María de Nazaret.

Hemos escuchado con los “oídos del cuerpo” las palabras del Santo Padre pidiendo perdón en nombre de todos y consagrando la Iglesia y el mundo, Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María. Ahora los “oídos de la fe” nos hacen escuchar a la Virgen, nuestra abogada, que se presenta ante el trono de Dios, teniendo en sus manos al mundo, a la Iglesia y especialmente a Rusia y Ucrania.

Lo que ha sucedido ha representado una “reparación” entre el Cielo y la tierra, el derribo de un muro que nuestro mundo había construido para hacer el Cielo inaccesible a los hombres, y la reconstrucción de un puente. Y este puente sólo podía reconstruirse en Aquel que trajo a sí mismo y dio al mundo al Pontífice eterno, Jesucristo nuestro Señor; sólo podía reconstruirse a través de aquel que fue hecho Vicario de Cristo y, por tanto, Sumo Pontífice (en otras palabras, aquel que construye el puente). Entre ella y él, entre María y Pedro, existe una relación muy especial, única, insustituible, que a partir de las apariciones de Fátima se ha convertido en muy, muy especial. Varias veces, anoche, el Papa y la Virgen se miraron intensamente, llevando en esa mirada el dolor y la esperanza de todos.

Ayer (25 de marzo, nde) fuimos testigos del restablecimiento de ese orden y de ese camino que la Virgen había indicado hace un siglo en la pequeña aldea portuguesa y que une estrechamente al pueblo de Dios, a su Pastor supremo en la tierra y a la Madre de Dios. En Fátima, la Virgen pidió a su pueblo que reparara, que intercediera y que expiara mediante la Comunión de los Primeros Sábados, el Santo Rosario, el ofrecimiento de sacrificios y de nosotros mismos. A continuación, pidió al Papa, en comunión con todos los obispos, que consagrara Rusia a su Corazón Inmaculado, reforzando así el papel insustituible que el Papa y la jerarquía católica tienen en el plan de salvación de Dios, en beneficio del mundo entero.

Y hemos visto por un momento este orden reconstituido; hemos visto al pueblo del Señor, grande y pequeño, a los pastores y al rebaño, pidiendo perdón a Dios, uniéndose en oración para este acto solemne, reconociendo la voz del pastor, que finalmente les ha llevado a poner su esperanza en la protección de la Madre de Dios más que en cualquier otra iniciativa terrenal. Hemos visto al Sumo Pontífice –junto a todos los pastores de la Iglesia- aceptar con humildad y docilidad la petición del Cielo, haciendo una consagración que sólo él podía realizar. Porque la Santísima Virgen no ha venido a sustituir a los pastores y a los fieles, sino a pedirles que vivan según la misión que el Señor les ha confiado.

Es objetivamente difícil afirmar que el modo en que se ha realizado la consagración de la Iglesia, del mundo y, en particular, de Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María no corresponde a lo que la Santísima Virgen pidió en Fátima. Y esto a pesar de lo que se pueda pensar de la “validez” del acto realizado por san Juan Pablo II en 1984 e independientemente de las miles de consideraciones críticas que se puedan hacer de este controvertido pontificado.

El corazón del acto está ahí, en las palabras decisivas: “Nosotros, por tanto, Madre de Dios y nuestra, nos encomendamos y consagramos solemnemente a nosotros mismos, a la Iglesia y a toda la humanidad, de manera especial a Rusia y Ucrania, a tu Inmaculado Corazón”. Todos los obispos y sacerdotes del mundo se han unido al Sumo Pontífice en este acto que contiene todos los elementos esenciales solicitados por la Virgen en 1917, cada uno de los cuales tiene un significado importante; un significado que nosotros, los hombres, continuamente sobreexpuestos a una comunicación continua, rápida y casi siempre superficial, ya no somos capaces de comprender.

En primer lugar, está la forma expresa de la consagración, que también va acompañada de la encomienda: no se puede exagerar la importancia de esta palabra –consagración- y del acto que expresa. Tras décadas de secularización a todos los niveles, hasta el punto de que en el ámbito católico hemos asistido no sólo a la demolición sistemática de lo sagrado, sino incluso a la crítica de su misma idea, el acto de consagración invierte el rumbo en 180 grados. Después de años y años de trabajar incansable e insípidamente para borrar todo elemento de sacralidad incluso en la intimidad del culto, obedeciendo a la consigna de que “todo es ya sagrado” –y de esta manera, debido a una rigurosa dinámica interna, ya nada lo es-, la consagración recuerda y pone en práctica ese gran movimiento para el que el hombre existe: reconducirlo todo a Dios, consagrando todo a Él.

Luego, la “destinataria” de la consagración, es decir, la Santísima Trinidad a través de la indispensable mediación del Corazón Inmaculado. Después de años de minimalismo mariano, volvemos a reconocer “solemnemente”, por utilizar las palabras contenidas en el texto, que María puede (y debe) ser la destinataria del acto de consagración, porque ha sido constituida Mediadora de todas las gracias. Ya hemos hablado de esto anteriormente y no es necesario insistir. Pero qué hermoso es subrayar la infinita paciencia de María Santísima y su respeto por lo que su Hijo estableció; su mediación, en efecto, no ha querido sustituir las mediaciones humanas dispuestas por Dios, que culminan en la del Sumo Pontífice, sino que las estimula, las espera, las ennoblece.

Y luego el objeto de la consagración. Algunos han criticado el hecho de que la fórmula de consagración añadiera a la Iglesia, al mundo y a Ucrania, mientras que la Virgen había pedido la consagración sólo de Rusia. Y es cierto que sor Lucía, a propósito de la consagración de 1982, señaló que la Virgen no había pedido la consagración del mundo, sino sólo de Rusia. Una “desobediencia” que, sin embargo, no desprecia la petición de la Madre de Dios, sino que reconoce su poder sobre todo el universo y la Iglesia universal, sin mencionar a la nación que tanto esperaba. En cuanto a Ucrania, parece bastante obvio que haya sido consagrada junto con Rusia, no sólo por lo que viene sucediendo desde hace años (aunque algunos digan que la guerra estalló a finales de febrero), sino también porque son dos naciones íntimamente unidas por su bautismo en la fe cristiana y la consagración de Rus'-Ucrania a la Virgen por Jaroslav el Sabio. Un vínculo que se purifica y fortalece con esta consagración.

Por último, la adhesión de todos los obispos e incluso de todos los sacerdotes del mundo, que han sido expresamente llamados a unirse a este acto. Es objetivamente difícil encontrar una consagración, desde 1952 hasta hoy, incluida la de 1984, más acorde con las peticiones de la Madre de Dios que la que tuvo lugar ayer. Y es aquí, en este lado objetivo de las cosas, donde debemos detenernos, aceptando la invitación a volver a Dios que el Papa Francisco dirigió ayer a todos en varias ocasiones.