San Fidel de Sigmaringa por Ermes Dovico
SINODALIDAD / 2

El mito de la sinodalidad es un regreso a Babel

El documento de preparación habla de un sínodo que apunta a un nuevo humanismo y que da a luz sueños y profecías, el llamado a la conversión y la misión están totalmente ausentes. El enfoque cambia así de la fe (y la razón) a las reformas “democráticas”. Es el colapso de la cultura católica.

Internacional 03_02_2022 Italiano English

El documento de preparación del sínodo sobre la sinodalidad no oculta que se quiere “proyectar y realizar un ‘nuevo humanismo’, promoviendo en modo sinodal el aporte de cada uno según sus propios ámbitos de compromiso y competencia”. Entonces cabe preguntarse si, en el sínodo, se abordarán temas como la secularización, el ateísmo generalizado, el derrumbe de las vocaciones sacerdotales y religiosas, su formación, la vida moral y de gracia como condiciones para recibir los sacramentos, la ignorancia religiosa, las obras de misericordia y la caridad, y así sucesivamente.

No parece que exista rastro de todo esto; en cambio, sí de política, economía, justicia social, solidaridad, bien común, ecología sostenible, todo para llegar a un “humanismo integral”. Surge una pregunta: ¿el humanismo traído por Jesucristo, quien, como dice san Ireneo, trajo todo lo nuevo al traerse a sí mismo (omnem novitaten attulit semetipsum afferens) ya no es suficiente?

Además, el documento propone diez grupos temáticos: “compañeros de viaje, escuchar, tomar la palabra, celebrar, corresponsabilidad en la misión (como bautizados), diálogo en la Iglesia y en la sociedad, con las demás confesiones cristianas, autoridad y participación, discernir y decidir, formarse para la sinodalidad”. El objetivo del próximo sínodo, como el de Alemania, parece ser la democratización interna de la Iglesia. Nótese, en efecto, que la conversión y la evangelización están ausentes. Sin embargo, el Concilio Vaticano II afirma que “la Iglesia es misionera por naturaleza” (Ad gentes 2), no sinodal; por tanto, le bastaría seguir el método evangélico adoptado por Jesús: el encuentro con el hombre en el ambiente donde vive, la llamada a seguirlo (vocación) en la Iglesia que es precisamente con-vocación, envío en misión, a través del boca a boca y la invitación a la conversión. En cambio, hemos pasado del lema de la Iglesia “toda ministerial” acuñado en tiempos de Pablo VI, a la Iglesia “toda sinodal” de Francisco.

Pero en Lumen gentium 18 se afirma que la Iglesia es jerárquica, es decir, está gobernada por un ‘principio sagrado’, el Orden sagrado, que tiene tres tareas: enseñar, santificar y gobernar, de lo contrario la Iglesia se convierte en otra cosa. La Iglesia no es sinodal por el hecho de que se reúna en sínodo; después de todo, la definición de ‘Iglesia conciliar’ ya es impropia, porque la Iglesia no es un concilio permanente. El sínodo se parece un poco al concilio, pero a diferencia de éste no lo es, al menos hasta ahora, deliberativo, siendo sólo representativo del colegio episcopal. Sólo el Papa y el colegio episcopal unidos pueden deliberar, porque son de institución divina. Además, es bien conocida la diferencia entre el sínodo de los obispos y el sínodo diocesano que incluye a los laicos, un poco como los sínodos de las iglesias orientales.

Es verdad, la Iglesia es una realidad social, un coetus fidelium según Santo Tomás, y no puede resumirse ni reducirse a la jerarquía; de hecho, esto debe caracterizarse por una auténtica humildad y un sentido de la justicia. El Sacro Orden es grande, pero de una grandeza al servicio del verdadero culto que Cristo rinde al Padre en el Espíritu. Sin embargo, dicho esto, parece que la solución de la crisis actual se encuentra en la sinodalidad, cayendo en la autorreferencialidad. Si atendemos a la retórica que caracteriza a tanta literatura sobre el tema, hay quienes han dicho que el próximo el sínodo será el evento más importante después del Concilio Vaticano II. La conclusión del Instrumentum laboris, citando al Papa Francisco, hace una confesión: “Recordemos que la finalidad del sínodo, y por tanto de esta consulta, no es producir documentos, sino hacer nacer sueños, suscitar profecías” (n 32).

Esta apelación a los sueños y a la imaginación manifiesta, por un lado, un creciente infantilismo en la Iglesia y, por otro lado, una desconfianza ideológica hacia la razón y la inteligencia de la fe. Los textos y análisis sobre el tema tienen las mismas características: voluntarismo que se supone motor y gran debilidad de las raíces doctrinales e históricas. Para los autores la palabra “sinodalidad” expresaría el misterio mismo de la Iglesia, en su realidad fundamental, cuando en cambio indica sólo una pequeña parte del aparato institucional de la Iglesia. Se olvida que este es el Cuerpo místico de Jesucristo “difundido y comunicado”, como decía Monseñor Bossuet, el sacramento universal de salvación; es decir, al mismo tiempo signo e instrumento de redención, no un mega grupo de corresponsabilidad y escucha. La fe, sobre todo, sigue siendo un encuentro personal y único con el Creador y Salvador.

En este punto, surge la pregunta de qué sinodalidad sería la garante, más aún, el agente, de una mayor eficacia misionera. De hecho, hay que señalar la ausencia total de balances de las distintas experiencias sinodales realizadas después del Concilio, tanto las universales (de las cuales quedan sobre todo las Exhortaciones apostólicas) como las diocesanas (de las cuales quedan en el olvido las copias de los documentos); tampoco nos cuestionamos su real impacto misionero, como la frecuencia de la Misa y el sacramento de la penitencia, la petición de bautismos, confirmaciones, unciones de enfermos y matrimonios, las vocaciones sacerdotales y religiosas, la renovación de los movimientos espirituales y educativos y la acción católica, el fortalecimiento de la presencia cristiana en el mundo político y cultural, en el tejido social, etc.

Si se concluye que las asambleas sinodales no constituyeron ningún progreso misionero visible y mensurable, más allá del mero hecho de reunirse nuevamente, se corre el riesgo de verlas apelar a las reformas absolutamente necesarias para revitalizar el tejido cristiano: ordenación sacerdotal de hombres casados, sacerdocio femenino, democracia para decidir dogma y moral, transformación de los concilios existentes en asambleas deliberantes, para llegar a otra Iglesia, favoreciendo un cisma de facto, aunque no declarado. Entonces, detrás de la sinodalidad, se encuentran las mismas referencias que sirvieron para justificar la colegialidad, en ese momento, y luego la comunión (¡al menos los estudios de la década de 1960 que promovían la revolución o la reforma en la Iglesia eran de un tipo completamente diferente!). Es el colapso de la cultura católica y el regreso a Babel. ¡Ahora, con la sinodalidad, pasamos de la tragedia a la farsa!