El caso Mortara: Las verdades silenciadas para atacar a la Iglesia
En Cannes se ha presentado la película de Bellocchio (Rapito) sobre el caso Mortara, el niño judío bautizado in articulo mortis y luego separado de sus padres. La mistificación de los hechos es evidente empezando por el mismísimo tráiler. Además, son hechos que el propio Edgardo Mortara, que murió en olor de santidad, reconstruyó eficazmente en unas memorias indigeribles para los enemigos de la verdad.
En el Festival de Cannes se ha presentado “Rapito” (secuestrado), la película de Marco Bellocchio centrada en el caso Mortara, el niño que en 1858 fue separado de su familia judía de origen a raíz de un bautizo que tuvo lugar en circunstancias excepcionales. La película se basa libremente en un libro de Daniele Scalise (Il caso Mortara, Mondadori, 1996), que contribuyó a reavivar la leyenda negra contra la Iglesia católica. Más allá del título de la película, ya se adivina en el tráiler el tipo de mistificaciones que se mostrarán en las pantallas.
En el tráiler vemos a un mensajero eclesiástico que acude en plena noche, acompañado de unos guardias, a casa de los Mortara para comunicarles por primera vez que su pequeño Edgardo ha sido bautizado y que hay orden de “llevárselo”. Entonces se ve al padre que, de repente, coge al niño en brazos y se dirige a la ventana gritando: “¡Quieren llevárselo!”. Se argumentará que se trata de una versión ficticia, pero la distorsión sensacionalista de los hechos -para una película que, sin embargo, asegura referirse a una historia real- permanece. Como también permanecerá el condicionamiento en las mentes de quienes verán escenas similares, ignorando precisamente las muchas verdades no dichas, en detrimento de la Iglesia.
Sin embargo, bastaría con leer las exhaustivas memorias que el mismísimo protagonista del asunto, Edgardo Mortara, escribió en su madurez, en 1888, cuando tenía 37 años. Un memorial escrito en castellano durante su apostolado en España y conservado posteriormente en los archivos romanos de los Canónigos Regulares del Santísimo Salvador Lateranense, la orden en la que don Pío María Mortara, su posterior nombre religioso, deseó libre y firmemente ingresar en cuanto su edad se lo permitió. Traducido al italiano, el memorial se publicó íntegro en 2005 en un libro presentado por Vittorio Messori («Io, il bambino ebreo rapito da Pio IX». Il memoriale inedito del protagonista del «caso Mortara», Mondadori), que desmonta pieza a pieza la leyenda negra y da cuenta ejemplar de las razones de la fe. Es curioso, pues, que ciertas élites culturales sigan prefiriendo las reconstrucciones parciales para propagar su ideología. Veamos, pues, los hechos.
Estamos en Bolonia, entonces en los Estados Pontificios. Edgardo, el noveno de los doce hijos de Marianna y Salomone Mortara, tiene poco más de un año cuando le sobreviene una terrible enfermedad con violentas fiebres. La enfermedad progresa con tales síntomas que a los pocos días los médicos aseguran que no vivirá. La muerte parece inminente. Es en estas circunstancias cuando la joven Anna Morisi, criada católica de los Mortara, recuerda lo que la Iglesia enseña sobre el bautismo de necesidad, es decir, in articulo mortis. En secreto, con un vaso de agua en la mano, bautiza al niño por aspersión, pensando que este gesto daría pronto el Paraíso al pequeño Edgardo. Sólo que la muerte esperada no llega. Poco a poco, de hecho, el niño se recupera totalmente. Anna entra en pánico al darse cuenta de las posibles consecuencias si revela lo sucedido. Y decide guardar silencio.
Pasan unos cinco años. Esta vez, es el hermano pequeño de Edgardo, Aristide, quien cae enfermo. También él corre peligro de muerte. Las amigas de Ana le ruegan que lo bautice, pero ella se niega y, finalmente, reconoce lo sucedido cinco años antes con Edgardo. Mientras tanto, el pequeño Aristide muere sin ser bautizado. Aconsejada por sus amigas, Ana revela el asunto de Edgardo a su confesor y poco después la cadena de comunicación, con el consentimiento de la joven, llega al Papa. El beato Pío IX no pierde el tiempo. Ordena que se realicen todos los intentos posibles de conciliación para que los padres comprendan que la Iglesia tiene el deber -ya que Edgardo había sido bautizado de forma excepcional, pero válida- de dar al niño una educación cristiana. El propio Papa les asegura que mantendrá al niño en un internado católico de Bolonia a sus expensas, donde permanecerá hasta la mayoría de edad y donde los padres podrán visitarlo cuando quieran.
Hay que añadir que en los territorios pontificios existían entonces leyes que prohibían a los judíos tener sirvientes cristianos a su servicio: leyes que pretendían proteger a la propia comunidad judía, evitando de entrada situaciones complicadas, como ya había ocurrido bajo otros papas. En definitiva, los padres de Edgardo sabían el “riesgo” que corrían al acoger a un católico en su casa.
Pero a pesar de todo, los Mortaras, desconsolados y enfadados, rechazan los diversos intentos de conciliación que se suceden a lo largo del tiempo, también incluso cuando el buen padre Pier Gaetano Feletti (encargado del caso) les informa de que la Iglesia se vería obligada -con pesar- a proceder al secuestro forzoso del niño en caso de nueva negativa. Algo que finalmente ocurre, tras nuevos preparativos, el 24 de junio de 1858. El casi repentino “secuestro” escenificado por Bellocchio es, por tanto, una falsedad histórica.
El secuestro era necesario por el peligro de que Edgardo se viera abocado a una apostasía forzada y por el clima caldeado que la amplia facción contraria a la Iglesia había creado, llegando incluso a amenazar con enfrentamientos sangrientos. Sobre el caso, con el pretexto de querer defender a la comunidad judía pero en realidad para humillar a la Iglesia, se abalanzaron gobiernos, prensa, logias masónicas y políticos de medio mundo. A la cabeza de la oposición, como explica el propio don Pío Mortara, estaba Napoleón III, maniobrado por las citadas logias y molesto por una actitud eclesiástica que consideraba anacrónica. Le siguieron de cerca Cavour y otros, que vieron en la cuestión del niño -tal y como se desprende de las cartas de esos mismos personajes- una oportunidad única para acabar con el poder temporal de la Iglesia. De hecho, el caso Mortara contribuyó a acelerar la “Cuestión Romana” que culminó con la Brecha de Porta Pia. Pero, sobre todo, ese ataque iba dirigido contra la misión espiritual de la Iglesia.
Lo que los laicistas e incluso los católicos liberales de la época se negaban a aceptar era el significado del sacramento del Bautismo, que en cambio era bien conocido por Pío IX y que más tarde sería explicado con extraordinaria eficacia por nuestro Edgardo. A pesar de que durante los primeros siete años de su vida había sido educado en la más estricta observancia del judaísmo y nunca había oído hablar de Jesús, don Pío Mortara testimonia, con varios ejemplos, cómo la acción invisible de la Gracia actuaba en él incluso antes del secuestro, suscitando en él, desde niño, una atracción sobrenatural hacia las iglesias y los servicios cristianos.
Incluso la docilidad que mostró desde las primeras horas después del secuestro, aun en medio de cierta comprensible rebeldía por la separación de sus padres, es inexplicable con una lógica meramente humana. En el viaje a Roma le habían enseñado el Padrenuestro y el Avemaría, junto con los primeros rudimentos de la fe cristiana. La acción de la Gracia en el alma del pequeño Mortara fue tal que, cuando sus padres llegaron a Roma poco tiempo después -visitándole durante un mes con la esperanza de llevárselo a casa-, fue el propio niño quien contempló esa perspectiva con horror. Y ello a pesar de que sentía y seguiría sintiendo un gran amor por sus padres durante toda su vida. Pero ya entonces, siendo un niño de siete años, rezaba para que aceptaran a Jesús. Edgardo era y se sentía ya cristiano en todos los sentidos, y desde entonces, hasta el final de su vida terrena, a los 88 años y medio, intentaría ganar almas para Cristo, muriendo en olor de santidad.
Todo ello después de una vida vivida en profunda gratitud hacia los hombres y mujeres que habían hecho de él un hijo de la Iglesia, desde Anna Morisi hasta Pío IX. Un Papa que -por citar uno de los muchos elogios contenidos en el memorial de Mortara- “lo pospone todo, lo olvida todo, para ocuparse del futuro de un pobre niño al que una joven doncella ha hecho hijo de Dios, hermano de Cristo, heredero de la gloria eterna en el seno de una familia israelita. Para salvar el alma de este niño, el gran pontífice lo soporta todo, se expone a todo, lo sacrifica todo, incluso pone en peligro sus Estados, ante la furia infernal de los enemigos de Dios”. Un Papa, pues, movido por una sola conciencia: ni siquiera el mundo entero vale una sola alma.