San Martín de Porres por Ermes Dovico
DIPLOMACIA

China, Hong Kong y la insostenible moral vaticana

Silencio sobre el cardenal Zen, sobre Jimmy Lai, sobre la persecución de los católicos en China, sobre la muerte de monseñor Giulio Jia Zhinguo, sobre el aniversario de la canonización de los 120 mártires chinos… La relación de la Santa Sede con China contradice la moral católica.

Ecclesia 03_11_2025 Italiano English

Es comprensible que la tarea de la diplomacia vaticana en las relaciones con los Estados sea la de allanar las posibles dificultades para garantizar la presencia de la Iglesia. Pero, ¿es lícito que este esfuerzo diplomático ignore las persecuciones sistemáticas contra los católicos en estos Estados? En otras palabras, ¿existe un bien superior de la Iglesia que pueda implicar el sacrificio (en el sentido de abandono a su suerte) de individuos o grupos de católicos, incluidos los obispos?

Es la pregunta inevitable que surge ante la relación establecida por la Santa Sede con la China comunista: Y es que hace solo unos días, el secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin (en la foto LaPresse), refiriéndose al acuerdo secreto provisional sobre el nombramiento de obispos firmado con China en octubre de 2018 y renovado por dos años hasta 2024, cuando se prorrogó hasta 2028, ha hablado de “semilla de esperanza”. Parolin ha reconocido, como si fuese un gesto de bondad, que el acuerdo “no pretende haber resuelto ni resolver todos los problemas”, pensando sobre todo en las evidentes y humillantes (para la Santa Sede) violaciones del acuerdo en lo que respecta al nombramiento de obispos.

Pero hay otro aspecto que queremos destacar aquí: el silencio que se ha impuesto la Santa Sede ante el encarcelamiento de obispos, sacerdotes y laicos, así como ante las medidas cada vez más restrictivas para el ejercicio del culto religioso, decididas por las autoridades de Pekín. En nombre de la “semilla de esperanza” —que muchos, sin embargo, califican de ilusión— para un futuro de relaciones normalizadas con China, se guarda silencio sobre el presente en el que ha aumentado la persecución contra los católicos. No solo eso, sino que también se finge que no existe una Iglesia china “clandestina”, que no se pliega a la voluntad del régimen de someter a la Iglesia al control y las directrices del Partido Comunista Chino.

Es llamativo a este respecto que en los últimos días los medios de comunicación vaticanos hayan ignorado la noticia de la muerte, a los 90 años, del obispo Giulio Jia Zhiguo, ordinario de Zhengding, en la provincia de Hebei. Jia Zhiguo, tras haber pasado ya 15 años entre la cárcel y el arresto domiciliario, fue ordenado obispo en 1981 y fue quizás la figura más representativa de la Iglesia clandestina, ya que contribuyó enormemente al desarrollo de la Iglesia en Hebei y estuvo constantemente en el punto de mira de las autoridades chinas, hasta tal punto que desde 2010 vivía confinado en la sede episcopal.

Ni una sola línea en su memoria, tal vez porque Pekín se habría ofendido.

Y como al cardenal Parolin le gusta mucho sostener que el acuerdo secreto actualmente en vigor es perfectamente coherente con lo que hicieron y quisieron San Juan Pablo II y Benedicto XVI, vale la pena recordar que cuando monseñor Jia Zhiguo fue arrestado por enésima vez en 2009, la Santa Sede (bajo el pontificado de Benedicto XVI) protestó enérgicamente, afirmando ante la opinión pública que dicha acción creaba “obstáculos al diálogo constructivo” que la Iglesia estaba tratando de establecer con las autoridades chinas.

También hay que recordar que San Juan Pablo II canonizó hace precisamente 25 años a 120 mártires chinos, a pesar de la fuerte oposición del Gobierno de Pekín, y lo hizo precisamente el 1 de octubre, fiesta nacional de la República Popular China. Huelga decir que los medios de comunicación vaticanos han “olvidado” hoy ese acontecimiento, y los 25 años han pasado en silencio.

Sin embargo, el caso quizás más llamativo es el de Hong Kong. Como es sabido, la antigua colonia británica que volvió a China en 1997, está ahora asfixiada por Pekín, que se ha retractado del lema “Un país, dos sistemas” que debería haber garantizado durante 50 años el estado de libertad del que gozaba como colonia. En sí misma, la Iglesia de Hong Kong no está bajo la jurisdicción de la Iglesia china, pero la Santa Sede también guarda silencio sobre esta represión que afecta a muchos católicos y, de hecho, está facilitando la absorción de la diócesis de Hong Kong en el proceso de “sinización”.

Desde el Vaticano no ha habido ninguna protesta por el juicio al cardenal Joseph Zen, de 93 años, en libertad condicional desde hace años; ni tampoco una sola palabra por Jimmy Lai, de quien hemos hablado mucho estos días y a quien la Brújula Cotidiana (La Nuova Bussola Quotidiana en Italia) concedió el premio «Hechos por la Verdad» durante la Jornada de la Brújula Cotidiana el pasado 25 de octubre.

Jimmy Lai, de 78 años, es un católico converso que, a su pesar, se ha convertido en el símbolo de la lucha de Hong Kong por la libertad; se espera en cuestión de semanas, si no días, la sentencia del enésimo proceso al que se ha visto sometido, cuyas audiencias terminaron en agosto; lleva cinco años aislado en prisión en condiciones dramáticas y con graves problemas de salud. El riesgo de morir en prisión es alto, como ha denunciado su hijo Sebastien. Varios gobiernos se han movilizado por su liberación, y hasta el presidente estadounidense Donald Trump ha intercedido por él en la cumbre celebrada la semana pasada con Xi Jinping.

Pero desde el Vaticano ni una sola palabra para recordar su situación.

El cardenal Zen, Jimmy Lai y los demás católicos encarcelados en Hong Kong y en China pueden ser sacrificados y abandonados en manos de sus verdugos en nombre de un supuesto bien futuro de la Iglesia china. Por lo tanto, para la Secretaría de Estado del Vaticano, la respuesta a la pregunta que planteamos al principio es: sí, es lícito abandonar a los católicos a su suerte por un supuesto bien superior.

Sin embargo, la Iglesia siempre nos ha enseñado que nunca es legítimo sacrificar la vida o la dignidad de una persona por un supuesto beneficio de la colectividad.

Nadie niega las dificultades en las que a veces puede encontrarse la diplomacia vaticana en sus relaciones con los Estados, y está claro que hay que actuar con prudencia y equilibrio; pero es intolerable que se pueda teorizar sobre la suspensión de la moral, como se está haciendo en el Vaticano con respecto a China. Esta conducta diplomática es un escándalo para la Iglesia, cuyas consecuencias no tardaremos en pagar.