Benedicto XVI muestra el camino a la Iglesia (no sólo alemana)
En una entrevista concedida a la revista Herder Korrespondenz, Benedicto XVI subraya la creciente distancia entre la auténtica misión eclesial y la “iglesia de oficina”, hecha de burocracia y documentos sin “corazón ni espíritu”. Una situación que no sólo afecta a la Iglesia en Alemania, sino que es más general y alimenta “el éxodo del mundo de la fe”. Recordando su precioso año como capellán en Bogenhausen, Ratzinger señala que sólo Dios es la respuesta contra el totalitarismo, pasado y presente.
Las “indirectas” de Benedicto XVI contra la Iglesia en Alemania en su reciente entrevista escrita para Herder Korrespondenz (8/2021) ya han sido publicadas por todas partes. Los párrafos más populares están tomados del final de la entrevista dedicada por el Papa emérito a la reconstrucción del año que pasó como capellán en la parroquia de la Preciosa Sangre en el barrio de Bogenhausen de Múnich (1 de agosto de 1951 - 1 de octubre de 1952).
En sus últimas líneas, Ratzinger saca las conclusiones de lo que pudo madurar gracias a aquella experiencia de hace setenta años. Siendo un joven sacerdote en su primera aventura pastoral ya se había dado cuenta de cómo la vida de fe se iba vaciando poco a poco, dejando en pie estructuras cada vez más incapaces de alimentar y sostener la fe. Un proceso, no demasiado lento pero sí inexorable, que ha desembocado en la llamada Amtskirche, una “iglesia de oficina”, de aparato, de burocracia, que permanece en pie como una fachada sin alma y que no sólo es estéril, sino tan engorrosa como para sofocar los gérmenes de auténtica vida cristiana que intentan vivir y expandirse. “La palabra ‘Amtskirche’ se acuñó para expresar el contraste entre lo que se exige oficialmente y lo que uno cree personalmente. La palabra ‘Amtskirche’ insinúa que existe una contradicción interna entre lo que la fe realmente requiere y significa y su despersonalización”.
Con este fenómeno, Ratzinger no se refiere sólo a la Iglesia “alemana”, sino a una situación más general que ciertamente encuentra una expresión particularmente significativa en “gran parte de los textos institucionales de la Iglesia en Alemania”. Ratzinger/Benedicto XVI siempre ha insistido en que la verdadera reforma de la Iglesia y su auténtico renacimiento dependen de la santidad de sus miembros, de la fuerza de su testimonio. Pero en esta entrevista se hace especial hincapié en una tensión ahora radicalizada entre el oficio y el espíritu. Tensión en los documentos producidos: “Mientras en los textos institucionales de la Iglesia sólo hable el oficio, pero no el corazón ni el espíritu, continuará el éxodo del mundo de la fe”. Tensión en los puestos decisivos: “En las instituciones de la Iglesia –hospitales colegios, Cáritas- hay muchas personas que ocupan puestos decisivos que no apoyan la misión interna de la Iglesia y, por tanto, a menudo oscurecen el testimonio de esta institución”.
No es que en sí mismo haya una contradicción entre oficio y espíritu; pero es como si Benedicto XVI quisiera volver una y otra vez a este punto, porque a estas alturas la Amtskirche ha dado a luz un número más que tolerable de documentos y obras sin “corazón y espíritu”. Hay una clave autobiográfica en estas últimas declaraciones suyas: él, el Papa que se hizo a un lado; que eligió subir a la montaña como un nuevo Moisés, mientras nuestra época empeora cada vez más (porque ingravescente aetate también significa esto); que dejó no la Iglesia, sino la Amtskirche hecha de cargos, posiciones, procedimientos, sin por ello abandonar ese hábito blanco e insistir en mantener el título de Papa emérito.
No pretende así “separar a los buenos de los malos”, como pretendía el donatismo en la época agustiniana; sin embargo, esto no significa que no haya una necesidad imperiosa de “separar a los creyentes de los incrédulos”. Un problema que hoy, según él, “se ha hecho aún más evidente”. Ciertamente, no es casualidad que Benedicto saliera de su silencio para hablar de ese año y pico de experiencia pastoral al comienzo de su vida sacerdotal. Entre un recuerdo y otro, relatado con ese sutil sentido del humor y la autoironía que siempre le ha distinguido, Ratzinger lanza importantes pistas al corazón y a la mente del lector. Habla de la destacada figura del párroco de Bogenhausen, el padre Max Blumschein, que le enseñó la importancia de estar en el confesionario (todos los días de 6 a 7 de la mañana, y los sábados por la tarde, de 4 a 8), porque “era mejor pasar una hora allí sin confesar que alejar a alguien de la confesión por un confesionario vacío”. Dice que experimentó “muy de cerca cuánto espera la gente al sacerdote, cuánto espera la bendición que viene del poder del sacramento [...] Vieron en nosotros hombres tocados por el encargo de Cristo y capaces de llevar su cercanía a la gente”.
La vida sencilla pero laboriosa del capellán y del párroco hacía mucho más tangible la presencia de Cristo y la vida de la Iglesia que la plétora de documentos que a veces son como una espada (véase el reciente motu proprio Traditionis Custodes) y que desde hace años paralizan la vida de la Iglesia. Lenguaje, contenido y mentalidad que no vienen de Cristo, sino del mundo. Por eso, Benedicto XVI recuerda el discurso que pronunció en Friburgo con motivo de su viaje apostólico a Alemania en 2011, en el que habló de la necesidad de una “desmundanización”. No es cierto, como algunos han escrito, que Ratzinger vuelve sobre sus pasos. Por el contrario, afirma que el proceso necesario de purgarse del mundo y de su lógica es el aspecto negativo pero necesario de una verdadera reforma de la Iglesia: “La palabra ‘desmundanización’ indica la parte negativa del movimiento al que me refiero, es decir, salir del discurso y de las limitaciones de una época hacia la libertad de la fe”. No se puede pretender volar sin cortar los lazos que nos atan al suelo.
La referencia a la experiencia de Bogenhausen también le marcó por otro motivo, apenas mencionado en la entrevista, pero más destacado en la biografía de Peter Seewald. Su predecesor en la parroquia de la Preciosa Sangre fue el padre Alfred Delp, que fue ahorcado por la Gestapo en 1945 en la prisión de Plötzensee. Delp había dejado un diario y algunas frases, como ésta que había grabado en la pared de su celda, mientras tenía las manos atadas: “La hora del nacimiento de la libertad humana es la hora del encuentro con Dios. La rodilla doblada y las manos vacías extendidas son los gestos originarios del hombre libre. Debemos tener confianza en la vida, porque no la vivimos solos, sino que Dios la vive con nosotros”.
Expresiones que quedaron indeleblemente grabadas en el alma del joven Ratzinger y que revelan el significado antropológico de su insistencia como obispo, cardenal y Pontífice en la primacía de Dios en la vida del mundo y de la Iglesia. Porque sólo Dios -escribió el padre Delp- es el último bastión de defensa contra esa “presión despótica de las masas [...] que prostituye hasta el último espacio íntimo, devora la conciencia, viola el juicio y finalmente ciega y sofoca el espíritu”. Ay, pues, de esa época “en la que las voces de los que claman en el desierto son acalladas, ahogadas por el ruido del día en las calles, o prohibidas, o ahogadas por la embriaguez del progreso, o frenadas o debilitadas por el miedo y la cobardía”.
Benedicto XVI no se ha limitado a lanzar una “andanada” contra la Iglesia en Alemania; está intentando, por enésima vez, señalar la única salida de lo que se perfila cada vez más como el totalitarismo más mortífero de la historia. Sólo Dios, sólo el Crucificado es la única barrera real contra el mal naciente.