Aferrémonos a María
Alégrate, llena de gracia. (Lc 1,28)
En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró. (Lc 1,26-38)
María está llena de gracia porque fue concebida sin pecado original. Evitemos considerar el privilegio de María como un escudo que la ha protegido de todo esfuerzo y dolor. De hecho, siendo María la criatura más cercana a Jesús, que ha afrontado la pasión y muerte, ella también pagó un precio muy alto, viviendo plenamente el sufrimiento de su hijo. Cuando estemos en dificultades, aferrémonos a María, que es la criatura que mejor nos entiende en el dolor y que puede ayudarnos eficazmente.