Tribunal Penal Internacional: la hipocresía de un circo que habría que abandonar
La historia del Tribunal Penal Internacional está plagada de aporías jurídicamente insolubles y de maniobras políticas partidistas. Es mejor abandonar a su suerte este circo inútil y perjudicial, que es la expresión de un falso internacionalismo.
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En estos días vuelve a estar en el punto de mira del mundo —y en particular de Italia, a partir del caso Al Masri— un organismo internacional lleno de paradojas y contradicciones intrínsecas: el Tribunal Penal Internacional (International Criminal Court), que tiene su sede en La Haya. Por la historia particular que tiene, este Tribunal representa emblemáticamente el fracaso de una concepción abstracta e ideológica de los ideales internacionalistas y del multilateralismo.
Como es sabido, el TPI no tiene nada que ver con la Organización de las Naciones Unidas y, por lo tanto, no debe confundirse con la Corte Internacional de Justicia, establecida por esta última en el momento de su fundación. La historia de su creación es mucho más reciente y debe situarse en el contexto internacional posterior al final de la Guerra Fría. En aquel momento, justo cuando muchos esperaban un mundo más pacífico y unificado por una concepción común de la democracia y los derechos humanos, surgieron en varias partes del mundo conflictos étnicos y religiosos radicales, con episodios de violencia atroz que afectaron profundamente a la opinión pública occidental: entre ellos, en primer lugar, el genocidio de los tutsis en Ruanda y las masacres étnicas perpetradas en las guerras de la antigua Yugoslavia. Esto dio lugar a una campaña internacional, primero para la creación de tribunales ad hoc para castigar a los responsables de esos crímenes (creados por la ONU en 1993 y 1994, respectivamente), y luego para fundar un tribunal permanente encargado de perseguir y juzgar todos los “crímenes contra la humanidad”, los crímenes de guerra y los delitos de genocidio cometidos en cualquier parte del mundo.
Esta última petición, impulsada en primer lugar por organizaciones no gubernamentales de derechos humanos (bajo el impulso decisivo del Partido Radical Italiano de Marco Pannella y Emma Bonino, y su filial “No hay paz sin justicia”) desembocó en 1998 en Roma en una conferencia internacional sobre el tema, en la votación de un estatuto específico y en el nacimiento de un tribunal al que se han adherido con el tiempo, ratificando el tratado correspondiente, 125 países de los 193 que componen las Naciones Unidas. Un porcentaje que no es ciertamente unánime y que, por sí solo, revela cómo el tribunal ha dado lugar desde el principio a un conflicto político y de principios fundamental, y cómo una hipotética convergencia en la condena de los “crímenes contra la humanidad” era puramente teórica, muy difícil de traducir en normas y procedimientos compartidos universalmente.
De hecho, muchos de los países más influyentes del mundo, incluso profundamente diferentes entre sí en cuanto a régimen político, se negaron en su momento a prestar su adhesión al nuevo organismo o no ratificaron el tratado, cuestionando desde el principio la legitimidad de un “tercer” tribunal para determinar si ciertos actos cometidos por sus ciudadanos podían entrar en el ámbito de los crímenes objeto de su evaluación: en primer lugar, Estados Unidos, China, India, Rusia e Israel, seguidos por otras muchas naciones menores en tamaño y fuerza.
En esencia, estos países estaban unidos por el temor de ser llevados a juicio por cualquier acto de gobierno, tanto dentro de su territorio como en el extranjero, y en particular en situaciones de guerra y operaciones militares, sobre la base de una evaluación eminentemente política. Un temor basado en la “razón de Estado” que, desde puntos de vista incluso opuestos, ha resultado inevitablemente realista. Y que saca a la luz las profundas incongruencias de todo el proceso que ha llevado a la construcción de instituciones internacionales/supranacionales a partir de la Segunda Guerra Mundial, empezando por la ONU y sus diversas filiales.
Incoherencias aún más difíciles de resolver en el caso de un órgano delegado para emitir sentencias y aplicar penas. De hecho, ¿cómo es posible definir un derecho válido erga omnes, sobre todo en materia penal, en ausencia de ordenamientos comunes, de una soberanía y representación, instituciones, normativas compartidas y jerárquicamente ordenadas? ¿Quién decide qué es un crimen de guerra o un genocidio? ¿Con qué criterios distinguirlos de una acción militar destinada a defender intereses nacionales vitales?
En el caso de la ONU, el fundamento jurídico común debería ser la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero es bien sabido que en la asamblea mundial participan países con ordenamientos, fundamentos culturales y de civilización irreconciliables, y que en su historia ha habido infinitas situaciones de estancamiento debido a oposiciones estructuralmente insuperables.
En el caso del TPI, parece aún más remota la posibilidad de una traducción concreta de una vaga aspiración a la justicia en nombre de los derechos humanos en la labor de un número limitado de fiscales y jueces sobre la base de una normativa poco concreta hasta llegar a la inconsistencia, con el riesgo concreto de continuas extralimitaciones e instrumentalizaciones. Un riesgo acentuado por el hecho de que el Tribunal ha sido investido de la facultad de investigar también a ciudadanos de países no miembros.
De hecho, la historia del tribunal está llena de aporías jurídicamente insolubles y de maniobras políticas partidistas, que se estancan en la lógica de las relaciones de poder entre potencias, y privan a su labor de toda plausibilidad legítima: desde las investigaciones por crímenes de guerra contra militares estadounidenses en Afganistán, hasta la grotesca emisión de órdenes de arresto contra Vladimir Putin por la invasión de Ucrania, y contra Benjamin Nethanyau por la ofensiva contra Hamas en Gaza. En la nebulosa de los principios, la Corte está dominada, a veces, por el moralismo del progresismo globalista, otras por el furor antioccidental y antisemita, y otras por varias combinaciones de ambos.
Por lo tanto no suponen ninguna sorpresa las sanciones impuestas hoy por Donald Trump contra el Tribunal Penal Internacional en represalia precisamente por los procedimientos contra Estados Unidos e Israel: una medida totalmente en línea con la demolición por parte del presidente estadounidense de un falso orden multilateral, basado en realidad en prejuicios ideológicos, que ya se ha traducido en actos como la retirada de su país de la OMS e incluso el boicot del próximo G-20.
Y menos sorprendente aún es la raíz política cada vez más evidente del asunto Al Masri: desde la orden de captura “a relojería” emitida justo cuando el general libio se encontraba en territorio italiano, hasta la denuncia de 2019 contra Italia, hoy retomada para golpear al gobierno de Meloni. Esta última denuncia, inspirada en el extremismo ideológico inmigracionista, está firmada por un abogado que, no por casualidad, es responsable de un centro financiado generosamente por George Soros.
Ha hecho bien el gobierno italiano en no sumarse a la toma de posición de muchos países en defensa de la Corte, y a las enésimas declaraciones ácidamente antitrumpianas de Ursula von der Leyen. Y ha hecho bien el ministro de Asuntos Exteriores, Antonio Tajani, al invocar, en convergencia con Trump, una investigación sobre su conducta. Aún mejor sería que Italia abandonara a su suerte este circo inútil y perjudicial, expresión de un internacionalismo falso, hipócrita y en realidad subordinado a lobbies e intereses muy alejados de la auténtica tradición occidental de los derechos humanos.