Todos hermanos: muchas opiniones, poco magisterio
Los fieles están llamados a dar asentimiento y respeto religioso a los pronunciamientos del magisterio, pero una vez más en Todos Hermanos el magisterio no cumple con su cometido, y casi toda la encíclica es una sucesión de opiniones e ideas que pueden resultar interesantes pero que se enmarcan en el campo de opinión
Hoy, entre los documentos del magisterio eclesiástico y los fieles católicos que los leen, no todo va bien. El fiel lector católico de documentos magisteriales se ve obligado a preguntarse si debe dar su consentimiento y su “obediencia religiosa” a todo lo que lee en este o aquel documento. Es una cuestión seria, que causa serios problemas de conciencia y divide a los fieles y pastores, pero también a los fieles entre sí.
De por sí los criterios son claros. Por ejemplo, fueron bien explicados en la Instrucción Donum veritatis sobre la vocación eclesial del teólogo de 1990. Entonces, sin embargo, ahora nos encontramos ante un lenguaje magisterial al que es imposible aplicar esos criterios. No se trata de la mala voluntad de los fieles católicos, sino de la transformación objetiva del modo de expresión del propio magisterio para lo cual, aun con toda la buena voluntad, ya no es posible comprender tanto el tenor veraz de los distintos pasajes de los textos, como su carácter vinculante a nuestra “obediencia leal” por fe. Me parece que este gran problema involucra en primer lugar al magisterio y solo en segundo lugar a los fieles. El magisterio ha dado criterios para evaluar sus enseñanzas, por lo que debe sentir el deber de producir textos a los cuales éstas puedan ser aplicadas. Parece que esto ya no pasa hoy.
El problema se presentó de nuevo con la encíclica Todos hermanos. Es muy larga, serpenteante y difícil de decodificar. Sin embargo, traté de leerla desde el punto de vista del valor obligatorio de mi conciencia de fiel. A continuación, muestro algunos resultados.
La breve introducción dice cosas razonables, pero presenta a San Francisco de una manera inaceptable y tiene expresiones muy aproximadas sobre su época. El primer capítulo ofrece una imagen de la situación histórica actual. Se trata de constataciones aceptables, en otras ocasiones incluso obvias, genéricas o demasiado sintéticas para cuestiones tan complejas. El capítulo II es la presentación de la parábola del buen samaritano. Aquí estamos en el campo de la predicación que por su naturaleza es un estímulo, pero no es vinculante. En ninguna de estas tres partes me pareció que debía adherirme a algo fundamental sobre la doctrina y la vida cristiana. El texto se presta a la selección personal en la búsqueda de ideas útiles o edificantes, pero no me parece que contenga enseñanzas obligantes.
En los siguientes capítulos llegamos al corazón de los temas principales de la encíclica. El tercer capítulo habla de apertura, integración, fraternidad y solidaridad. Encontramos frases obvias: “Todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad”. Otras son retóricas, genéricas y necesitan aclaración: “un mundo donde continuamente aparecen y crecen grupos sociales que se aferran a una identidad que los separa de los demás”. Otros son auspicios con cierta ambigüedad: “¡Cómo nuestra familia humana necesita aprender a vivir junta en armonía y paz sin que todos tengamos que ser iguales!”. ¿Igual en qué sentido? Finalmente, otras confunden al lector: “El amor que trasciende fronteras tiene como base lo que llamamos amistad social en cada ciudad y en cada país”. ¿No es al revés?
Hay muchas declaraciones interesantes, pero es muy difícil aislar oraciones claras o puntos que ciertamente requieren nuestro asentimiento. Los conceptos, entonces, de apertura, integración, fraternidad y solidaridad se desarrollan sin referencia a Cristo: esto seculariza su contenido y la aleja de la obligación de adhesión por fe.
El cuarto capítulo está dedicado a las migraciones y al orden político mundial. Aquí también es lo mismo. La siguiente frase no puede ser obligante, porque no es cierta: “La llegada de personas diferentes, que provienen de un contexto vital y cultural diferente, se transforma en un regalo”. No siempre es así ni solo así. Esto es retórico: “El inmigrante es visto como un usurpador que no ofrece nada”. Lo siguiente es genérico: “Necesitamos un orden jurídico, político y económico mundial”.
El quinto capítulo está dedicado a los populismos y los liberalismos. Es un análisis político y sociológico extendido también a los “movimientos populares” en los que se puede o no estar de acuerdo. Algunas frases me parecieron peligrosas: “el desarrollo de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas imparcialmente mediante acuerdos entre gobiernos nacionales y dotadas de poder para sancionar”; “dar vida a organizaciones mundiales más eficaces, dotadas de autoridad para garantizar el bien común mundial”.
El capítulo VI está dedicado al diálogo. Aquí el texto fluctúa continuamente entre una cultura del diálogo como “discusión pública” y una ocasión para el consenso y el diálogo de Habermas basado en la verdad objetiva de la naturaleza de las cosas. El intento de unir las dos perspectivas se presta a numerosas críticas posibles. El lector fiel debe embarcarse en un análisis complejo y difícil.
El capítulo VII habla de la paz y la guerra. La siguiente frase es abstracta y retórica: “superando lo que nos divide sin perder la identidad de cada uno”. Esto es confuso: “Si pudiéramos ver al oponente político o al vecino con los mismos ojos con los que vemos a los niños, las esposas, los maridos, los padres y las madres. ¡Qué bello sería!”. El tratado de la guerra tiene muchos puntos positivos, que ya se conocen, pero contiene su condena en términos absolutos, algo nuevo en comparación con la doctrina tradicional. A esto se suma la nueva y controvertida posición sobre la pena de muerte.
El capítulo VIII trata sobre las religiones. Aquí es evidente un enfoque que hace problemático todo el capítulo: la referencia es a un trascendente genérico, a la religión y las religiones, y allí no se encuentra la unicidad de Cristo: “Otros beben de otras fuentes. Para nosotros, esta fuente de dignidad humana y fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo”. La fraternidad de María es significativa pero sólo “para muchos cristianos”.
He extraído algunas gotas de un océano. Sé muy bien que estas referencias mías pueden tener un valor indicativo, pero no exhaustivo. En la encíclica hay reflexiones interesantes sobre diversos temas, pero los fieles que la leen no distinguen lo que tienen que creer por fe y lo que es una opinión cuestionable. Y al final, las cosas que pueden considerarse vinculantes según los criterios de la Instrucción de 1990 son muy pocas.