Todo el mundo en Notre Dame, a pesar de su nuevo aspecto
Líderes y jefes de Estado reunidos en París para la reapertura de la catedral, y desde luego no para ver su mobiliario contemporáneo. La atención del mundo se centra en un monumento atemporal, patrimonio y símbolo de la Europa que fue cristiana.
1.500 personas dentro y 4.000 fuera, 170 obispos no sólo franceses, dos cardenales extranjeros (el neoyorquino Timothy Dolan y el libanés Béchara Raï) y 40 jefes de Estado: la atención mundial por la reapertura de Notre Dame en la tarde del sábado 7 de diciembre estuvo al mismo nivel de la consternación que recorrió el mundo en 2019, cuando un símbolo querido no sólo por los parisinos corrió el riesgo de desaparecer durante el incendio. Cumplida su promesa casi mesiánica de reconstruir el templo -pero con la sagacidad de haber indicado cinco años en lugar de los evangélicos tres días-, el presidente Emmanuel Macron disfrutó de un momento de indudable grandeur gracias precisamente a un símbolo de esa Europa que un día fue cristiana, con todos los respetos para la laicité.
Macron mojado, Macron afortunado: la lluvia del sábado por la tarde hizo que su discurso se celebrara en el interior del templo y no en el exterior, como estaba previsto inicialmente. De este modo, en algunos momentos los oficiantes parecían dos, el Presidente y el arzobispo Laurent Ulrich, comenzando por el exterior de la catedral, donde Macron daba la bienvenida a la “comitiva” de líderes mundiales entre los que se encontraban –por citar sólo algunos- Sergio Mattarella y Giorgia Meloni, el príncipe Guillermo de Gales, el presidente ucraniano Volodymyr Zelens'kyj, la primera dama estadounidense Jill Biden y el recién elegido Donald Trump, así como un Elon Musk, que llegó con retraso. Trump, recibido calurosamente por Macron y sentado entre él y la première dame Brigitte, también participó en una minicumbre en el Elíseo con Zelens'kyj. En el exterior, según el ritual, el arzobispo de París dio tres golpes en la puerta cerrada de la catedral y tres veces respondió el coro entonando el salmo 121. La primera voz en resonar desde la catedral fue la de otro “Emmanuel”: la gran campana del siglo XVII que, irónicamente, lleva el mismo nombre que el presidente francés.
El gran ausente fue el Papa, que envió un mensaje leído por el nuncio apostólico monseñor Celestino Migliore. En el Ángelus de ayer ni siquiera una mención. Dentro de una semana Francisco estará en Córcega, pero el pasado sábado en lugar de ir a Notre Dame tenía programado el consistorio para la creación de nuevos cardenales, que pasó a un segundo plano como si fuera un evento eclesial rutinario. Toda la atención mediática se centró en París, donde al fin y al cabo la ausencia del Pontífice no restó impacto al acontecimiento histórico. Otra demostración de lo efímero del “efecto Bergoglio” del que se hablaba con tanto entusiasmo en los albores del pontificado. El “daño de imagen” si acaso es para Francisco, comenta el vaticanista Luis Badilla: “El Papa pudo al menos evitar humillar a París, y a los muchos franceses que no entienden al Pontífice. De esta manera, en Francia se vive el ‘no’ a Notre-Dame independientemente de cuál sea el verdadero pensamiento del Pontífice”.
Ayer por la mañana se ha celebrado la primera misa con la consagración del nuevo y controvertido altar con forma de cuenco. El arzobispo Ulrich ha mandado colocar dentro las reliquias de santa María Eugenia Milleret, santa Magdalena Sofía Barat, santa Catalina Labouré, san Carlos de Foucauld y el beato Vladimir Ghika. A continuación, ha ungido la mesa, comenzando por las cinco cruces situadas en las esquinas y en el centro, y rociando después toda la superficie. Poco antes, en la homilía, ha elogiado el altar, obra (al igual que la cátedra, el baptisterio, el tabernáculo y otros muebles) del diseñador Guillaume Bardet, empezando por el material: “El bronce entra en franco diálogo con el edificio de piedra, es el primer contraste que nos llama la atención. Junto al ambón, en un intercambio sin confusión, forman la mesa de la Palabra y la de la Eucaristía. En cuanto a las líneas de ambos muebles, su pureza, su sencillez, son sumamente accesibles”.
Y aquí termina la gloria de la “renovada” Notre Dame. Porque el “contraste” que evoca monseñor Ulrich sí que “nos llama la atención”, pero por razones bien distintas. No es que el destruido altar moderno de Jean Touret de 1989 fuera mejor. Donde el gótico actúa como una ventana que se proyecta más allá, el modernismo de ayer y el engorroso minimalismo de hoy acaban actuando como una pantalla que nos encierra más acá. Y también oscurece el grupo escultórico del antiguo altar mayor de 1723, cuya Piedad parece hoy casi un “luto” sobre el mobiliario litúrgico recién inaugurado. Paradójicamente, también hay un altar de formas clásicas: está incluido en el nuevo relicario de la corona de espinas realizado por Sylvain Dubuisson, pero sólo servirá para colocar velas sobre él. En su lugar, el Santísimo Sacramento tendrá que conformarse con el cuenco y el sagrario de Bardet.
La restauración de Notre Dame ha estado acompañada de polémica por la “voluntad loca” de ruptura con el pasado que ha unido al presidente Macron y al arzobispo Ulrich –y propuesta en su momento por su predecesor, monseñor Michel Aupetit, el primero en proponer un mobiliario moderno y nuevas vidrieras. A estas últimas se opuso la Commission nationale du patrimoine et de l'architecture (dependiente del Ministerio de Cultura), sobre todo porque las del siglo XIX, obra de Eugène Viollet-le-Duc, se salvaron del fuego. Hace un año, Didier Rynkner, fundador de La Tribune de l'Art, lanzó una petición firmada hasta la fecha por más de 242.000 personas, para impedir que se enviaran al museo y que fueran sustituidas por otras. Pero Ulrich y Macron han seguido con su idea y la comisión encargada se reunió el 21 de noviembre para evaluar los proyectos de las nuevas vidrieras, entre los ocho candidatos finalistas: Jean-Michel Alberola, Daniel Buren, Claire Tabouret, Philippe Parreno, Yan Pei-Ming, Christine Safa, Gérard Traquandi y Flavie Vincent-Petit (probablemente sólo esta última propuesta no habría desentonado).
A la espera de conocer al ganador, “disfrutemos” de las vestimentas confeccionadas para la ocasión, en las que destacaba la capa multicolor que lució el sábado por la noche monseñor Ulrich, y que algunos ya han bautizado como la capa del Lidl. Más concretamente, se trata de una vestimenta al estilo de Benetton, y no es una manera de hablar: el diseñador es, de hecho, el estilista Jean-Charles de Castelbajac, antiguo director artístico del gigante de la ropa (y ya reclutado por la archidiócesis para la Jornada Mundial de la Juventud de París 1997). Entre las señas de identidad de Castelbajac está “el amor por el pop y el arco iris”, así como su predilección por el arte callejero. ¿No se podría haber confiado al menos la vestimenta a “viejas” y queridas religiosas? En lugar de ello, se ha recurrido a diseñadores y estilistas, y a un alto coste, lo que huele más a grandeza eclesiástica que a la “noble sencillez” que reivindica el obispo Ulrich.
Pero los ojos de todos se han centrado, con razón, en Notre Dame resurgida de las llamas, y no en las “obras maestras” de Bardet y Castelbajac. Han sido esos vestigios sagrados e imponentes de una civilización que fue cristiana los que han reunido a los grandes de la tierra, que jamás habrían cogido un avión para ver el nuevo altar-cuenco y los demás inevitables tributos al “culto” de la contemporaneidad.