SANTOS Y GASTRONOMÍA

Teresa de Ávila y la cocina castellana

A pesar del carácter universal de su obra, la vida de santa Teresa comenzó y terminó en el mismo lugar, la comunidad autónoma de Castilla y León. Un lugar conocido por sus vinos de calidad, variedades de dulces, asados, embutidos y quesos. Platos sencillos pero deliciosos, desde el Chuletón de Ávila hasta el Conejo escabechado. Y la propia reformadora del Carmelo, aunque muy austera, amaba la buena comida y recompensaba a sus hermanas con dulces que luego se conocieron como Yemas de Santa Teresa.
- LA RECETA: YEMAS DE SANTA TERESA 

Cultura 12_06_2021 Italiano English

Estamos en 1576. El hermano Juan de la Miseria, carmelita originario de la región italiana de Abruzos (su verdadero nombre es Giovanni Narducci), está de pie frente a su caballete. Sus ágiles dedos están dando los últimos retoques al retrato de la mujer que tiene enfrente, sentada en una silla de madera, en una sala desnuda del Carmelo de Ávila. La mujer es una monja y le intimida, tiene sentimientos encontrados hacia ella, de veneración y afecto filial. Pero el fraile está decidido a terminar el lienzo a pesar de las críticas que la monja no ha escatimado en todo este tiempo, casi un mes, desde que acordaron pintar el retrato, y por el que ha ido al monasterio todos los días, dos horas cada día para pintarlo. Ahora que el retrato está casi terminado, al hermano Juan le da un poco de pena. Ya no volverá a este lugar donde el silencio es un bálsamo para el alma y la luz es un regalo para un pintor. Ya no escuchará las palabras de la monja de la que tanto ha aprendido en este corto tiempo: mientras posa para él, utiliza el rosario en oración silenciosa, o le habla de Dios y del alma humana.

El hermano Juan da la última pincelada y gira el caballete para que ella pueda ver la obra terminada. La monja se levanta y se acerca, escudriñando el trabajo. El fraile no sabe si esa expresión (ceño fruncido, labios fruncidos) es de reproche, si le gusta el retrato o no. Finalmente sonríe y sentencia con su voz tan singular: “¡Dios te perdone! Me has pintado vieja y legañosa”. Tenía 61 años. Ese será el único retrato de Santa Teresa de Ávila realizado en vida y es hoy la imagen más reproducida en los souvenirs. Y la frase pronunciada por la santa ha quedado para la posteridad.

Cien años más tarde, entre 1647 y 1652, otro artista, Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), dedicó cinco años de su vida a esculpir a Teresa de Ávila, creando una estatua monumental en mármol y bronce (tiene 3,5 metros de altura) que se conserva en la colección de la iglesia de Santa Maria della Vittoria de Roma. Le llevó tiempo no sólo por el tamaño de la estatua, sino porque el tema era una empresa titánica: tenía que mostrar el éxtasis de Santa Teresa.

¿Cómo puede un ser humano representar algo así? Bernini lo consiguió. Y para ser precisos, no es un éxtasis, sino una transverberación. La obra es uno de los más altos ejemplos del arte barroco y el artista, al realizarla, se había vengado profesionalmente del Papa Inocencio X (1574-1655), que había desairado a Bernini no confiándole ninguna obra. Pero también estaba “enamorado” de Teresa, y se nota en la maestría con la que retrató el éxtasis de la santa. Fue sin duda una mujer notable, capaz de generar enamoramientos, espirituales pero también físicos, por parte de sus contemporáneos y de personas de otras épocas. Su carisma y su fuerte personalidad no dejaban indiferentes a quienes entraban en contacto con ella.

Su vida fue algo fuera de lo común. Teresa (Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, 1515-1582) nació en el seno de una familia acomodada; tenía orígenes judíos: su abuelo paterno era judío converso. Se quedó huérfana a los 13 años y desde muy pequeña mostró una personalidad inusual, manifestando de inmediato los dos grandes amores de su vida: la fe y la escritura. De hecho, convence a su hermano para que huya a luchar contra los infieles y escribe con él una novela caballeresca.

Más tarde, cuando creció y se hizo adulta, fue decidida, fascinante y cautivadora, extrema en sus decisiones. Era capaz de administrar monasterios y al mismo tiempo tratar con los poderosos de su tiempo. Vivió durante un momento de gran crisis en la Iglesia, que se encontraba marcada por profundas preocupaciones, dividida y herida por la predicación de Lutero y Juan de Valdés. Teresa tenía treinta años cuando comenzó el Concilio de Trento (1545-1563), que representó una etapa de reforma en la Iglesia católica, para la dirección de las almas, la fundación de nuevas órdenes religiosas y la promoción de una austeridad y una espiritualidad renovadas. En España, el rey Felipe II (1527-1598) defendió la ortodoxia católica. A pesar de ser una gran potencia colonial, España experimentó un claro descenso. Y fue en este contexto en el que Teresa decidió, en contra de los deseos de su padre, ingresar en un convento. Se escapó de casa y entró en el monasterio de Ávila. Siguió un periodo de altibajos en cuanto a su salud (padecía males complicados de diagnosticar y definir). Y luego llegaron los éxtasis. Difíciles de explicar salvo para ella: en el estado de “trance” que producen los éxtasis, Teresa se encuentra con Dios, que le habla y le encarga diversas tareas, entre ellas la reforma de la Orden Carmelita.

A lo largo de la primera parte de su vida religiosa se muestra insatisfecha con la laxitud que encuentra en el monasterio que la acoge inicialmente y su sed de rigor moral es puesta a prueba con dureza. Finalmente llegó a fundar un convento, el primero de una larga serie. Desde el principio fue muy exigente con sus hermanas y con las distintas madres superioras de los conventos que funda. Las cartas son un documento inestimable para entender la personalidad, el carácter nada fácil de Teresa, que, sin embargo, siempre se manifestó en contra de los castigos corporales. Era una educadora severa, pero al mismo tiempo justa y generosa. Solía preparar dulces para las demás monjas que han pasado a la historia bajo el nombre de Yemas de Santa Teresa.

Teresa abrazó una vida austera que la reconfortó, vivió años de verdadera reclusión y cultivó la oración interior. Es el período en el que cambió a menudo de confesor –entre los cuales el más famoso fue otro gran místico, San Juan de la Cruz- y en el que vivió los éxtasis, que siguen siendo el capítulo más misterioso de su vida, correspondiente a un momento de gran crecimiento espiritual y de conocimiento.

Con un gran talento para la escritura, sus textos místicos se encuentran entre los más claros y poderosos, pero también entre los más poéticos jamás escritos. Su obra maestra es El castillo interior, que define las distintas etapas del éxtasis, imaginadas como siete habitaciones, que representan siete grados diferentes de cercanía a Dios, hasta la unión del alma con Él. Es autora de numerosas obras, biográficas, didácticas y poéticas, que se reeditan regularmente en todo el mundo (aquí hay una rareza: este enlace permite escuchar un poema de Santa Teresa de Ávila, “Vuestra Soy”, musicalizado).

Paradójicamente, cuanto más entra Dios en comunión con ella, más se diluyen los éxtasis y alcanza, como escribe, la verdadera paz, pero sólo dentro de sí misma, porque es entonces cuando comienza el período más difícil de su vida. Como se ha dicho, Teresa recibe de Dios la tarea de reformar la Orden Carmelita que había perdido su antigua austeridad. La base de la nueva regla será la pobreza absoluta, porque una orden pobre es mucho más libre que una con muchas posesiones terrenales.

Teresa difundió la reforma del Carmelo y acogió las numerosas vocaciones que surgían en toda España, por lo que, siendo ya mayor, dejó el monasterio donde se encontraba y comenzó la difícil labor de fundar varios monasterios. Entre 1567 y 1571 se fundaron conventos en Medina del Campo, Malagón, Valladolid, Toledo, Salamanca y Alba de Tormes. La reforma que promovió llevó a la creación de una nueva rama dentro de la orden: las Carmelitas Descalzas.

Incluso en su vejez se vio expuesta a las incomodidades de los viajes y, mientras viajaba, la muerte se apoderó de ella. Pero no tendría paz ni siquiera después de su entierro: el cuerpo incorrupto de Teresa fue exhumado varias veces. Muy pronto, sus restos resultaron ser una reliquia disputada entre los conventos de Ávila, su lugar de nacimiento, y Alba de Tormes, el lugar de muerte. Actualmente descansa en una tumba de mármol colocada en 1760 en la iglesia del convento de Alba de Tormes, en Salamanca. De sus restos se han extraído varias reliquias que se encuentran en varias iglesias de España.

Teresa fue canonizada en 1622 y su fiesta litúrgica se fijó el 15 de octubre. El 27 de septiembre de 1970 fue declarada Doctora de la Iglesia por Pablo VI; fue la primera mujer que recibe este título. Aunque su influencia espiritual, asociada a la de san Juan de la Cruz, fue muy fuerte en el siglo XVII, hoy sigue siendo una referencia más allá de su familia monástica e incluso fuera de la Iglesia católica.

A pesar del carácter cosmopolita de su obra, su vida comenzó y terminó en el mismo lugar, la región de Castilla y León. Un lugar agradable, lleno de bellas ciudades, con una extraordinaria tradición gastronómica: esta comunidad autónoma es conocida por sus vinos de calidad, variedades de dulces, asados, embutidos y quesos. Platos sencillos pero deliciosos: Chuletón de Ávila, Conejo escabechado (conejo guisado con vino y verduras), Morcilla de calabaza (cerdo con especias y calabaza), Torreznos (grandes tiras de tocino fritas hasta quedar crujientes), Hornazo (un pan relleno de chorizo, huevos y tocino, que se come en Semana Santa), Flor frita (un postre sencillo pero muy bueno: masa en forma de flores fritas y servidas espolvoreadas con azúcar). Y la lista sigue siendo larga.

La propia Teresa amaba la buena comida: recompensaba a sus novicias preparando dulces –como hemos visto más arriba- y, aunque abogaba por un modo de vida muy austero, apreciaba las alegrías de la mesa. Hay un famoso diálogo entre ella y san Juan de la Cruz. Un día estando juntos en una comida, recibieron unas uvas para comer. San Juan dijo: “No comeré nada porque hay demasiada gente a la que le falta comida”. Santa Teresa de Ávila contestó: “Por el contrario, yo comeré un poco para poder luego alabar a Dios por estas uvas”.

¡Bien dicho!