Cristo Rey por Ermes Dovico
COVID

Sobre los infinitos verdaderos y falsos

El encierro del Coronavirus ha cerrado no sólo iglesias, sino también aquellos lugares - bares, gimnasios, centros comerciales - que durante generaciones después de los años 60 se han convertido en símbolos del “falso infinito”, de pequeños placeres con los que uno se engaña a sí mismo buscando encontrar una satisfacción duradera. En realidad, son una oportunidad para mirar hacia el “verdadero infinito” del que estos pequeños placeres diarios son una señal.

Actualidad 25_05_2020 Italiano English

El dramaturgo Arthur Miller, mientras escribía, tenía una nota a la vista delante de él con una palabra escrita: aplazar. Era un recordatorio para sí mismo con el fin de evitar revelar pistas decisivas hasta el último momento, de manera que pudiera mantener la conjetura y la implicación del público hasta el último acto. En cierto modo, este método también capta un aspecto clave de la sensibilidad religiosa. La persona “religiosa” tiende más que otros a posponer la satisfacción y renunciar al placer inmediato o a la recompensa quedando a la espera de un premio final en el horizonte del futuro. La persona religiosa sabe que todo lo material acaba decepcionando.

Joseph Ratzinger, hace muchos años, nos advirtió contra los “falsos infinitos” que podrían engañarnos acerca la naturaleza de la existencia. Los “infinitos” de ciertas clases - satisfacciones falsas o reales - son esenciales. De lo contrario, los seres humanos se bloquearían inmediatamente, como si sus baterías se hubieran agotado de repente.

El deseo de infinito y eternidad, del abrazo del Creador que nos genera, es en última instancia lo que nos permite trascender la limitación de los falsos infinitos que nos llevan por mal camino y siempre nos dejan vacíos. El hombre, desviado del horizonte final, se cansa y se vuelve escéptico. El materialismo se interpone por un tiempo entre él y el verdadero objetivo de su deseo. Durante un tiempo esta intrusión pasa desapercibida; pero en el curso de la vida el hombre descubre que su deseo por las cosas terrenales pierde su atracción con creciente rapidez, descubre que los falsos infinitos se vuelven ilusorios. Cuando esto sucede, muchos hombres volverán a mirar hacia el horizonte, o hacia el fondo de una copa o de un frasco de píldoras en busca de residuos de esperanza. Seguir  estos intentos de autoengaño nos lleva a tomar conciencia ineludiblemente de que no somos capaces de encontrar en esta dimensión lo que buscamos: no podemos obtener ninguna satisfacción. Pero lo intentamos, lo intentamos y lo volvemos a intentar.

En la encíclica Spe Salvi, el Papa Benedicto XVI explicó el proceso por el cual esto funciona en la vida humana:

“A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero «reino de Dios». Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar – por algún tiempo – todas las energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo tipo de esfuerzos. Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejando cada vez más. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los hombres del mañana, pero no una esperanza para mí”.

En la década de los sesenta, la libertad se redefinió en las culturas occidentales como el impulso de aprovechar instantáneamente todas las oportunidades de placer, ganancia y recompensa con un creciente escepticismo sobre el hecho de que “la vida después de la muerte” pudiera ofrecer una lógica más amplia. El resultado ha sido una insatisfacción colectiva creciente pero no reconocida - equivalente a la alienación colectiva - camuflada por la creación de un “ascensor a la libertad” en el que las libertades no reconocidas anteriormente han alcanzado a su vez sus quince minutos de gloria.

Cuando los “boomers” (una palabra terrible, sobre todo cuando uno mismo está incluido en ella) ya habían dejado de creer, entonces dejaron de “posponer” - de hecho repudiaron esa misma idea - y todas las generaciones que los han sucedido han seguido implícitamente su liderazgo cultural. Desde entonces hemos construido culturas en las que la dimensión religiosa - ese sentido de que existe un lugar más allá del más allá - está truncada por la conciencia colectiva y sólo puede ser preservada dentro de la conciencia individual prestando la máxima atención. La vida continúa, pero en gran medida viviendo de los falsos infinitos que se han convertido en algo muy importante. Con Dios eclipsado en la cultura, incluso las almas mejor dispuestas deben usar como escalones los pequeños placeres que animan un día que, de lo contrario, resultaría anónimo y sin sentido.

Mi libro Beyond Consolation, publicado hace diez años, se inspiró en la muerte de Nuala O'Faolain, una colega del periódico para el que escribía en ese momento, The Irish Times, tras una breve enfermedad de cáncer. Era atea, y tras recibir el diagnóstico final fue a la radio inmediatamente para hablar de su dolor y desesperación. En una parte de la entrevista, describió cómo, tras conocer la noticia, había regresado sola a su amado París para revivir, por última vez, “algo de la alegría de vivir”.

Reservó una habitación en un elegante hotel y salió a la mañana siguiente en busca de un café. Describió que compró un café y un canapé, se sentó y pensó: “Bueno, esto es todo. Me encanta esto”.  Le encantaba estar allí con su ejemplar del International Herald Tribune, su crujiente rebanada de pan y un café con leche. “Y funcionó muy bien durante media hora. Pero luego fui demasiado lejos, me he caído y ya no ha funcionado tan bien”. El diablo está en las palabras: “crujiente”, “café con leche”, “internacional”: son palabras que indican libertad, aunque de tipo efímero y frágil. No obstante, reconocemos inmediatamente la explosión de pura alegría que tal evocación puede infundir. La alegría de estar ocioso en un país extranjero en una mañana soleada en un momento de puro y simple placer - un falso infinito tan real como cualquier cosa terrenal mientras dure, pero en ese momento revelado en la terrible luz de la muerte inminente. Es tan triste que Nuala no haya llegado a ver los “pequeños infinitos” como regalos, o signos, de algo más allá. El camino religioso nos lleva a ver estas cosas de tal manera que “vibran” solamente porque recuerdan una promesa de algo infinitamente más grande.

El bloqueo del coronavirus nos ha llevado a un punto en el que, al haber desaparecido muchos de nuestros “pequeños infinitos”, podemos enfrentarnos al horizonte con una mayor probabilidad de ver que todas las alegrías, grandes y pequeñas, provienen del mismo lugar. Ya se ha señalado lo extraño que es que el COVID-19 golpeara Occidente justo al comienzo de la Cuaresma. Pero me pregunto si ha habido antes, en toda la civilización occidental, una época en la que el acceso a las iglesias de Dios y a la mayoría de las catedrales haya estado prohibido al mismo tiempo. No sólo se han cerrado nuestras iglesias, sino también los centros comerciales, gimnasios y bares, los lugares donde los occidentales han estado persiguiendo las alegrías “falsos-infinitos” que, si se persiguen obsesivamente, causan un cortocircuito en la conexión Infinito-Eterno-Verdad.

Ahora, con los centros comerciales y los pubs cerrados, tenemos que entrar en contacto con infinitos de todo tipo sin la ayuda de intermediarios. Aunque a pesar del bloqueo todavía hay placeres que distraen, ofrecidos por Amazon y YouTube, estamos mayormente confinados a nuestras contemplaciones, oraciones y meditaciones, o bien a esos “infinitos” de bajo nivel a los que se puede acceder en casa con un abridor de botellas, un módem o un mando. A veces es difícil evitar la idea de que esta situación es el regalo ambiguo de alguna fantasía sobrenatural rencorosa, no necesariamente malvada.

El materialismo impone a todos sus súbditos la presión de estrechar sus horizontes, de acercar sus deseos a sí mismos para que no tiendan más hacia un Otro infinito. En la Alemania actual, o en España, o Italia, o en Francia o Irlanda, es casi inútil hablar a la población en general sobre la esperanza que se manifiesta en el cristianismo. Incluso los ancianos se encuentran a la deriva ya antes del final que va a su encuentro, y en esta situación de petrificación se ocupan de aquello con lo que pueden conformarse, de esos “pequeños falsos infinitos” que hacen que un día parezca que vale la pena vivir: una visita a la librería de segunda mano para conseguir algún buen chollo, luego una taza de café en el café de enfrente, un paseo por el parque escuchando un podcast con auriculares, encontrarse con un viejo amigo en la puerta y tomar otra taza de té, y así sucesivamente.

Es extraño, en una época en la que se habla incesantemente de enfermedades mentales, que las autoridades de tantos países hayan condenado tan alegremente a los ancianos - a la deriva atrapados en una roca cultural sumergida en el nihilismo - a la privación de estos pequeños placeres; como si, después de haberse olvidado lo indispensable que es Dios, hubieran olvidado ahora lo indispensable que es lo que lo sustituyó.

Pero quizás, antes de que los meses de encierro se conviertan en un lejano recuerdo poco creíble, podríamos encontrar tiempo para meditar sobre una experiencia que, observada cuidadosamente, podría permitirnos examinar más útilmente los mecanismos que nos mueven y comprender con más precisión la naturaleza de nuestro vivir. Privados temporalmente de tantos de nuestros “pequeños infinitos”, quizás veamos que estas alegrías transitorias son sólo pasos en el camino de las alegrías duraderas.

Esperemos que, cuando vuelvan a encontrar la valentía, los dirigentes de la Iglesia aprovechen la oportunidad que se les ofrece para recordar a sus fieles el verdadero significado de los momentos terrenales de felicidad y así dirigirlos hacia la naturaleza más profunda de la realidad.