Santos Jacinta y Francisco Marto
La Iglesia ha fijado el 20 de febrero para celebrar la memoria litúrgica de ambos pastorcillos, los primeros niños no mártires que fueron proclamados santos
«¡Si pudiera introducir en el corazón de todos el fuego que arde en mi pecho y que me hace amar tanto el Corazón de Jesús y el Corazón de María!». Esto decía la pequeña guerrera Jacinta Marto, que nació al cielo el 20 de febrero de 1920, con tan sólo nueve años de edad, reuniéndose con su hermano Francisco, que había fallecido el 4 de abril de 1919, con diez años de edad. La Iglesia ha fijado el 20 de febrero para celebrar la memoria litúrgica de ambos pastorcillos, los primeros niños no mártires que fueron proclamados santos, y que no sólo tienen en común el vínculo familiar, sino también y sobre todo las virtudes heroicas con las que respondieron a las gracias recibidas tras las apariciones de Fátima, de las cuales fueron testigos junto a su prima Lucía (1907-2005). Con ella, el 13 de mayo de 1917, vieron por primera vez a la Virgen, que les preguntó: «¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él querrá enviaros en acto de reparación por los pecados con los que es ofendido, y de súplica para la conversión de los pecadores?». La respuesta fue: «Sí, lo queremos».
Ese primer encuentro con la Santísima Virgen María había sido precedido y preparado por las tres apariciones en 1916 del Ángel protector de Portugal. En la primera de ellas, el Ángel se postró con la frente en la tierra y les enseñó esta oración: «¡Dios mío! Creo, adoro, espero y Te amo. Te pido perdón por quienes no creen, no adoran, no esperan y no te aman». En la segunda aparición, los exhortó a ofrecer oraciones y sacrificios, porque «los santísimos corazones de Jesús y María tienen planes de misericordia para vosotros». En la tercera, les enseñó una maravillosa oración a la Santísima Trinidad -en reparación por los ultrajes, los sacrilegios y la indiferencia a Jesús Eucaristía, y para la conversión de los pecadores-, y les dio la comunión a los tres, de rodillas: a Lucía le dio la Hostia sagrada; Francisco y Jacinta bebieron del cáliz en el cual habían caído, de la Hostia, algunas gotas de la preciosísima sangre de Jesús.
Los niños, por tanto, enseguida supieron de la gravedad del pecado y, al mismo tiempo, recibieron gracias extraordinarias. Gracias que en las apariciones de la Madre celeste llegaron hasta el don de verse ellos mismos reflejados en la Santísima Trinidad, con una luz que les penetró «en lo más íntimo del alma, haciendo que nos viéramos a nosotros mismos en Dios, que era esa luz, más claramente de cómo nos vemos en el mejor de los espejos».
Por eso, los pastorcillos le pidieron a la Virgen que los llevara al cielo y, el 13 de junio de 1917, supieron por Ella cuándo sería acogida su petición: «A Jacinta y Francesco me los llevaré pronto, pero tú te quedarás todavía algún tiempo. Jesús quiere servirse de ti para darme a conocer y para que me amen. Quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. A quienes la practicarán les prometo la salvación. Estas almas serán predilectas para Dios, y serán colocadas por Mí como flores delante de Su trono». La Virgen se refería a la Comunión reparadora de los primeros sábados de mes, que establecerá a través de las revelaciones a Lucía, que vivió como monja de clausura casi hasta los 98 años, y que fue testigo tanto de los horrores causados por el comunismo como por la Segunda Guerra Mundial; es decir, de dramas que, según las promesas celestes, podrían haberse evitado si Rusia hubiera sido consagrada al Corazón Inmaculado de María y los corazones se hubieran convertido.
De los tres pastorcillos, Francisco era el único que no oía hablar a la Virgen, pero en cambio recibió el don de una profundísima contemplación («ardíamos en esa luz que es Dios, ¡pero no nos quemábamos! ¡Como es Dios, no se puede decir!», contaba) y de una excepcional piedad hacia el Señor. Había visto la tristeza en el rostro de la Virgen cuando Ella había pedido que los pecadores no ofendieran más a Dios. Cuando iba al colegio entraba a menudo en la iglesia para contemplar el tabernáculo. «Yo me quedo en la iglesia, junto a Jesús escondido. Para mí no vale la pena aprender a leer, ¡dentro de poco iré al Cielo!», le decía a su prima. Enfermó de gripe española en diciembre de 1918, pero durante meses ofreció con alegría su sufrimiento, uniéndolo al de Cristo, con la mirada siempre dirigida a los bienes celestiales. A Lucía, que le pedía oraciones desde allí arriba, le decía: «Estas cosas pídeselas a Jacinta. Tengo miedo de olvidarme de ellas cuando vea a Nuestro Señor, y además, primero de todo quiero consolarle…». Antes de exhalar su último suspiro, con una sonrisa angelical en el rostro le dijo a su madre: «¡Mira mamá, qué luz tan bella, allí, cerca de la puerta!».
Jacinta, por su parte, fue a la que más la afectó la visión del Infierno y de la suerte que sufren las almas que hasta el último momento rechazan la Misericordia divina. «A menudo se sentaba -ha escrito Lucía- y pensativa empezaba a decir: ¡el Infierno, el Infierno! Cuánta compasión siento por las almas que van al Infierno». La más pequeña de los pastorcillos, «aquella a la que la Santísima Virgen ha dado mayor abundancia de gracias y mayor conocimiento de Dios y de las virtudes», se inventaba continuos sacrificios y penitencias con tal de salvar algún alma. Sentía un amor especial por el papa (que los tres videntes habían visto víctima de las persecuciones, junto a toda la Iglesia) y rezaba mucho por él. Besaba al Crucificado y le decía: «Jesús, te amo y quiero sufrir mucho por amor hacia ti. Ahora puedes convertir a muchos pecadores, porque este sacrificio es muy grande».
Su calvario fue más largo que el de su hermano, porque después de enfermar con la gripe española, tuvo una pleuritis purulenta y se le formó una gran herida abierta en el pecho, como una llaga de Cristo. Murió en un hospital de Lisboa, lejos de su casa y su familia, como le había anunciado la Madre celeste, a la que siempre dejaba una silla libre cerca de la cama: «¡Porque la Virgen se sienta ahí cuando viene a verme!». Junto a la Virgen y a Lucía, que ha sido proclamada Sierva de Dios, Jacinta y Francisco resplandecen en la gloria eterna y pueden repetir las palabras de su amadísimo Jesús: «Te doy las gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25).