Cristo Rey por Ermes Dovico

Santiago el Mayor

Fue el primero de los Doce que dio testimonio de Cristo con el martirio

Santo del día 25_07_2022 Italiano English

Santiago, llamado el Mayor para distinguirlo del homónimo apóstol (Santiago de Alfeo), fue el primero de los Doce que dio testimonio de Cristo con el martirio. Hijo de Zebedeo y Salomé, una de las pías mujeres que siguieron a Nuestro Señor al Calvario, era el hermano de san Juan Evangelista. Y con él recibió de Jesús el apodo arameo de Boanerges, «hijos del trueno» (Mc 3, 17). Cuando una aldea samaritana se negó a acoger a Jesús, los dos hijos de Zebedeo propusieron una solución drástica («Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?» Lc 9, 51-56), por lo que el Maestro los reprendió. Pero el carácter ardiente de Santiago, el cual, a pesar de los límites humanos, estaba lleno de gestos de amor, le gustaba al Señor. Precisamente él, junto a su hermano y Pedro, formaba parte del círculo más íntimo de Jesús, que quiso que fuera testigo de algunos de los mayores prodigios y misterios de su vida en la tierra, tanto gloriosos como dolorosos (la resurrección de la hija de Jairo, la transfiguración en el monte Tabor, la oración y la agonía en Getsemaní).

Muy significativo es el episodio en el que los dos hermanos le piden a Jesús sentarse uno a su derecha y el otro a la izquierda cuando entraran en el reino de los cielos. Entonces el Hijo de Dios - un instante antes de explicar a todos los apóstoles que la gloria en el cielo pasaba a través del servicio en la tierra, hasta entregar la vida - dice a Santiago y Juan: «Vosotros no sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo estoy bebiendo o ser bautizados como yo soy bautizado?». «Sí, podemos», fue la respuesta de los hermanos. Los dos beberán su cáliz según sus carismas, y de modos y en tiempos diferentes, pero ambos llenos del Espíritu Santo y con el firme propósito de hacer solo la voluntad divina.

Algún tiempo después de Pentecostés, Santiago se dirigió a España para difundir el Evangelio, embarcándose presumiblemente en uno de los barcos que cruzaban el Mediterráneo en el ámbito del intenso comercio entre Palestina y la península ibérica (intercambio de hierro, oro, cobre, especias, objetos ornamentales, etc.). La fuente más antigua que nos ha llegado sobre su predicación en tierra española se remonta al siglo VI-VII (se trata de la versión latina del Breviario de los Apóstoles) y está confirmada por las revelaciones recibidas por dos grandes místicas veneradas por la Iglesia, la beata Ana Catalina Emmerick (1774-1824) y, antes, la venerable María de Ágreda (1602-1665). Estas revelaciones ilustran la relación directa entre Santiago y la Virgen del Pilar. A este respecto el relato de María de Ágreda es especialmente extenso y lleno de detalles.

Según la mística española, la noche entre el 2 y el 3 de enero del año 40, después de más de cuatro años de presencia de Santiago en España, la Virgen, aún durante su vida terrenal, se le apareció al apóstol que se encontraba en Zaragoza y le dijo: «Este lugar ha señalado y estimado el Altísimo y Todopoderoso Dios del cielo para que en la tierra le consagréis y dediquéis un templo y casa de oración, de donde debajo del título de mi nombre, quiere que el Suyo sea ensalzado y engrandecido y que los tesoros de Su divina diestra se comuniquen. […] Daréis luego principio a esta casa del Señor, y habiéndole hecho este servicio partiréis a Jerusalén, donde mi Hijo santísimo quiere que le ofrezcáis el sacrificio de vuestra vida en el mismo lugar en que dio la Suya para la Redención humana». La religiosa cuenta que Santiago, después de haber empezado las obras de construcción de la iglesia dedicada a la Virgen, regresó a Jerusalén; y allí sufrió el martirio el 25 marzo del 41.

La fecha tradicional de la muerte de Santiago oscila de hecho entre ese año y el 44, periodo en el que gobernaba en Judea el rey Herodes Agripa (†44), que «hizo arrestar a algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos. Mandó ejecutar a Santiago, hermano de Juan» (He 12, 1-2). Con su apasionado anuncio de Cristo resucitado, Santiago era evidentemente uno de los miembros más destacados de la Iglesia primitiva y había atraído la fuerte hostilidad de los judíos que no tenían intención de convertirse. Mención aparte merece el judío que lo llevó al tribunal, el cual - según las Hipotiposis de Clemente de Alejandría (citado por Eusebio de Cesarea en la Storia Ecclesiastica) - «se quedó tan conmovido cuando lo vio dar testimonio, que confesó que él también era cristiano» y fue decapitado junto a Santiago.

Según la tradición, fueron sus discípulos los que trasladaron por mar sus reliquias a España, hoy conservadas en la catedral de Santiago de Compostela: su autenticidad fue declarada en la bula Deus omnipotens (1 de noviembre de 1884) de León XIII. El sepulcro de Santiago, descubierto en el siglo IX, se convirtió en meta de peregrinaciones desde todas partes de Europa hacia el año Mil, bajo el impulso de los monjes cluniacenses. El hoy famoso «Camino de Santiago» se convirtió en una de las tres principales peregrinaciones de la cristiandad, junto al Santo Sepulcro de Jerusalén y la tumba de Pedro en Roma.

Después de un periodo de sombra, el Camino readquirió popularidad en el siglo XX gracias también a Juan Pablo II. El santo polaco, el 9 de noviembre de 1982, dio un famoso discurso en Santiago de Compostela exhortando a Europa a reencontrar su identidad cristiana: «Europa entera se ha encontrado a sí misma alrededor de la memoria de Santiago, en los mismos siglos en los que ella se edificaba como continente homogéneo y unido espiritualmente. Por ello el mismo Goethe insinuará que la conciencia de Europa ha nacido peregrinando. La peregrinación a Santiago fue uno de los fuertes elementos que favorecieron la comprensión mutua de pueblos europeos tan diferentes, como los latinos, los germanos, celtas, anglosajones y eslavos. La peregrinación acercaba, relacionaba y unía entre sí a aquellas gentes que, siglo tras siglo, convencidas por la predicación de los testigos de Cristo, abrazaban el Evangelio y contemporáneamente, se puede afirmar, surgían como pueblos y naciones. […] Después de veinte siglos de historia […] se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo, y que precisamente en él se hallan aquellas raíces comunes de las que ha madurado la civilización del continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra, todo lo que constituye su gloria».

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