Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz
San Pío X la definió como «la santa más grande de los tiempos modernos». Fue bajo el pontificado de san Juan Pablo II que se convirtió en la más joven de las Doctores de la Iglesia
«Si Dios escucha mis deseos, mi Cielo tendrá lugar en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi Cielo haciendo el bien en la tierra», escribió santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897) pocos meses antes de su muerte. Hoy es fácil darse cuenta de que Dios le concedió sus deseos. Su biografía, escrita por obediencia y publicada póstumamente con el título de Historia de un Alma, ha sido traducida a más de 50 idiomas e impresa en millones de copias. Su obra ha inspirado a gran número de personas acercándolas a Cristo. San Pío X la definió como «la santa más grande de los tiempos modernos». Fue bajo el pontificado de san Juan Pablo II que se convirtió en la más joven de las Doctores de la Iglesia.
Teresa fue la última de los nueve hijos del matrimonio Martín, primeros cónyuges en ser solemnemente canonizados juntos. Teresa perdió a su madre Celia (1831-1877) a la edad de cuatro años, y después del doloroso duelo se mudó con su familia a Lisieux. La pérdida prematura de su madre, que le había enseñado una oración para ofrecer su corazón a Dios, no le impidió recordarla siempre de manera muy viva: «Seguramente que Jesús, en su amor, quería hacerme conocer a la madre incomparable que me había dado y que su mano divina tenía prisa por coronarla en el Cielo!». No menos rica en gracias fue la relación con su padre Luis (1823-1894), de quien la hija había ya adquirido una fe extraordinaria simplemente observando su gran devoción y comportamiento durante la Misa diaria. «No tenía más que mirarlo para saber cómo rezan los santos», recuerda Teresa, que consideraba a su padre como una imagen terrena del «Dios padre bueno».
En noviembre de 1887, después de haber confiado su vocación a la Virgen que la había curado años antes, durante la audiencia de un grupo de peregrinos franceses con el papa León XIII, dejó a todos asombrados. Pidió de rodillas la intervención del papa para que la admitieran en el monasterio a pesar de su corta edad. El Santo Padre respondió: «Si el buen Dios lo quiere». Y Dios lo quiso, porque en poco tiempo el obispo que la acompañaba se convenció de ello y así pudo entrar al Carmelo con tan solo 15 años, tomando el nombre religioso de Teresa del Niño Jesús, al que luego agregará las palabras «y de la Santa Faz» para expresar más plenamente su inclinación a contemplar el misterio de Cristo. En el monasterio de Lisieux, Teresa se reencontró con sus hermanas Paolina y María, pero la decisión de esta «santa de la sonrisa» dependía tan solo del deseo de Jesús: «Comprendí que el Carmelo era el desierto adonde el buen Dios quería que yo fuese a esconderme».
Debido a su frágil salud no pudo satisfacer su deseo de ir en misión; aún así vivió intensamente su vida en el claustro sosteniendo con sus cartas y oraciones a dos misioneros que se convirtieron en sus hermanos espirituales. En 1896, en pleno tiempo de Pascua, se contagió de tuberculosis. Fue entonces cuando comenzó a experimentar una profunda crisis que ella misma definió como la «noche de la fe», la batalla más grande de su alma. Se sintió empujada hacia el ateísmo, pero supo soportar la tentación como si se tratara de su cruz personal. Entretanto, seguía ofreciendo sacrificios, ayunos y multiplicando sus actos de fe sin perder nunca la esperanza, porque intuía que el Señor la estaba probando en beneficio de los incrédulos: «Es mi Cielo sonreír a ese Dios al que adoro cuando Él se quiere esconder para probar mi fe».
Consciente de sus propias imperfecciones y siguiendo la llamada evangélica de hacerse como niños, Teresa descubrió que tenía que ofrecer a Jesús todas sus limitaciones y pequeñez con confianza. Este descubrimiento lo llamó «el pequeño camino», invitando al abandono total a Dios para ser por Él elevada a la santidad. En su lecho de muerte, su hermana le preguntó si pensaba a menudo en el Señor, a lo que ella respondió: «Creo que nunca he pasado tres minutos sin pensar en Él». En sus últimos momentos de vida miró su crucifijo y dijo: «¡Le amo! ¡Dios mío, te amo!».
Patrona de: enfermos de SIDA, de tuberculosis y otras enfermedades infecciosas; misioneros, huérfanos, vocaciones