Santa Teresa de Calcuta
Pasaba por lo menos tres horas al día en oración y adoración del Santísimo Sacramento, que eran el motor de toda su caridad
«De sangre, soy albanesa. Tengo la ciudadanía india. Soy una monja católica. Por vocación, pertenezco al mundo entero. En el corazón soy totalmente de Jesús». La mejor presentación de santa Teresa de Calcuta (1910-1997), para todos Madre Teresa, no podía no darla ella misma, la pequeña hermana que dilató su corazón hasta abrazar a cada hombre como su prójimo. Cuando se le preguntaba cuál era el secreto de tanta caridad, decía siempre que había que mirar y acceder a la fuente: Dios. Explicaba el concepto con una célebre comparación. «Cuando se lee una carta, no se piensa en el lápiz con la que se la ha escrito. Se piensa en quien ha escrito la carta. Es justo eso lo que soy en las manos de Dios: un pequeño lápiz. Es Dios, él en persona, quien escribe a su manera una carta de amor al mundo, sirviéndose de mi obra».
Llamada en el mundo Agnese Gonxha Bojaxhiu, había nacido en Skopje (hoy capital de Macedonia) de padres albaneses, que amaban el Rosario y ayudaban a los necesitados. «Cuando pienso en mi madre y en mi padre, recuerdo siempre cuando por la noche estábamos todos juntos rezando […]. Os puedo dar un único consejo: que cuanto antes volváis a rezar juntos, porque la familia que no reza unida no puede vivir unida», recordará. Quedó huérfana de padre a solo ocho años y cuando alcanzó la mayoría de edad decidió entrar en las Hermanas de Loreto. Unos meses más tarde fue enviada a la India, donde tomó el nombre religioso de Teresa en honor de santa Teresa del Niño Jesús.
Después de haber profesado los primeros votos, durante unos diecisiete años enseñó en un colegio de Calcuta (1931-1948), llegando también a ser la directora, pero hacia el final de ese periodo un hecho cambió su vida. La noche del 10 de septiembre de 1946, mientras viajaba en tren, sintió una llamada en la llamada: «Esa noche abrí los ojos al sufrimiento y entendí hasta el fondo la esencia de mi vocación […]. Sentí que el Señor me pedía que renunciara a la vida tranquila dentro de mi congregación religiosa para salir a las calles a servir a los pobres. Era una orden. No era una sugerencia, una invitación o una propuesta». Así, decidió dejar el convento y en 1948, obtenido el permiso de la Santa Sede, comenzó con cinco rupias su vida solitaria al servicio de los «más pobres entre los pobres». Dos años más tarde, seguida por doce muchachas, fundó las Misioneras de la Caridad. Su número creció tan rápidamente que ya en 1953 tuvieron que trasladarse a una nueva sede que la arquidiócesis de Calcuta puso a su disposición.
Niños y ancianos discapacitados, vagabundos, leprosos, enfermos mentales, huérfanos, presos, prostitutas, madres solteras, drogadictos, hombres y mujeres de cualquier religión: todos los excluidos y los que se sentían no amados por la sociedad comenzaron a encontrar ayuda física y espiritual en la congregación de Madre Teresa, que ella dedicó «al Corazón Inmaculado de María, causa de nuestra alegría y Reina del mundo, porque ha nacido por su voluntad y gracias a su continua intercesión se ha desarrollado y continúa creciendo». Por medio de María, la santa quería llevar a Cristo a los pobres y a los pobres a Cristo. Un moribundo - al que había amado, curado y limpiado de los gusanos - le dijo un día: «He vivido como un animal por la calle, pero voy a morir como un ángel». Enseñaba a orientar las propias acciones de caridad partiendo de las personas de nuestra familia, «los que viven cerca de mí» y que son «pobres», pero «no por falta de pan», sino porque no buscan a Dios.
Habló de la necesidad de poner a Cristo en el centro de nuestra vida, también en el memorable discurso de 1979 en la ceremonia de entrega del Nobel por la paz, cuando, entre otras, se sirvió de palabras claras sobre el drama de los niños matados por medio del aborto: «Siento que hoy el aborto es el mayor destructor de la paz, porque es una guerra directa, un asesinato directo, un homicidio directo por parte de la misma madre. […] Porque si una madre puede matar su propio hijo, no hay nada que pueda impedir que yo te mate a ti y que tú me mates a mí». No cesó de recordar la inmoralidad de la contracepción y la licitud de los métodos naturales, teniendo siempre presente la belleza de los designios divinos sobre el hombre.
La incansable monja con el sari blanco con listas azules pasaba por lo menos tres horas al día en oración y adoración del Santísimo Sacramento, que eran el motor de toda su caridad. Contemplativa y activa. Por eso una vez, encontrando al entonces joven padre Angelo Comastri, le preguntó cuántas horas rezaba al día. Ante la sorpresa del futuro cardenal, que se esperaba una exhortación a amar más a los pobres, Madre Teresa le explicó con sus ojos penetrantes: «Hijo mío, sin Dios somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres. Recuérdalo: yo sólo soy una pobre mujer que reza».