Santa Lea de Roma
La Carta XXIII de San Jerónimo nos ofrece un espléndido retrato de santa Lea (†384), una viuda romana que abandonó sus riquezas para seguir a Cristo y merecer el Paraíso a través de la oración, la penitencia y la maternidad espiritual de varias vírgenes
La Carta XXIII de San Jerónimo nos ofrece un espléndido retrato de santa Lea (†384), una viuda romana que abandonó sus riquezas para seguir a Cristo y merecer el Paraíso a través de la oración, la penitencia y la maternidad espiritual de varias vírgenes. La carta de Jerónimo está dirigida a santa Marcela (hacia 330-410) para consolarla de la muerte terrena de Lea (enterrada en Ostia). Ambos santos, que eran amigos, tuvieron conocimiento de esta noticia mientras estaban leyendo y estudiando juntos el Salmo 72. También Marcela era una viuda y noble romana, que había formado una comunidad femenina dedicada a la ascesis y de la que Jerónimo era el padre espiritual mientras estaba en Roma.
En su alabanza de Lea, Jerónimo escribió que «la alegría de todos nosotros debe acompañar a la que, habiendo pisoteado al diablo, ha recibido ya la corona de la seguridad». El autor de la Vulgata enumera algunas de las virtudes de la santa: «Pero ¿quién será capaz de ensalzar debidamente la vida de Lea? Se había convertido tan plenamente a Dios, que llegó a estar al frente de un monasterio y a ser madre de vírgenes». Jerónimo nos informa que Lea solía llevar vestidos ásperos, comía alimentos pobres e instruía a sus compañeros más con el ejemplo que con las palabras: «Fue tal su humildad y sumisión, que la que había sido señora de muchos parecía ahora criada de la humanidad; […] esclava de Cristo».
Jerónimo hace un paralelismo con la parábola de Lázaro y del rico Epulón, y afirma estar convencido de que Vetio Agorio Pretéxtalo, un político que intentó restablecer el paganismo y que también murió en el 384, ahora está «en las sórdidas tinieblas», símbolo del Infierno. «Ahora, a cambio de un breve trabajo, goza ya de la felicidad eterna: es recibida por los coros de los ángeles, festejada en el seno de Abrahán y, juntamente con Lázaro, pobre en otro tiempo, ve cómo el rico vestido de púrpura, todo un cónsul electo aunque todavía no investido de la toga palmada, pide que se le dé una gota de agua con el dedo meñique». En lo que parece una advertencia a convertirse, Jerónimo exhorta a no confiar en la gloria terrenal: «¡Cómo cambian las cosas! Este personaje hacía pocos días iba precedido de los más altos dignatarios, subía a la ciudadela del Capitolio como si celebrara el triunfo sobre sus enemigos, el pueblo romano lo había recibido, entre aplausos y ovaciones».
Totalmente distinta es la suerte eterna de Lea, que a los ojos del mundo «parecía pobre y frágil, y cuya vida era tenida por locura». Ahora está delante de Cristo y puede cantar el Salmo 47, citado por Jerónimo: «Lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad de nuestro Dios». El santo concluye con otra enseñanza con fuertes resonancias evangélicas: «No queramos poseer al mismo tiempo a Cristo y al siglo; antes bien, lo breve y caduco abra paso a lo eterno, […] y no nos tengamos en nada por eternos, a fin de poder algún día ser eternos». Como comprendió santa Lea.
Para saber más: véase la Carta XXIII de san Jerónimo a santa Marcela