Santa Jacinta Marescotti
Se convirtió en terciaria franciscana sin ninguna vocación, viviendo mucho tiempo en contraste con su profesión solemne antes de refugiarse en el consuelo de Dios, que la cambió radicalmente
Es verdad que la juventud de santa Jacinta Marescotti no fue según sus proyectos (1585-1640). Se convirtió en terciaria franciscana sin ninguna vocación y todavía herida por una desilusión de amor, viviendo mucho tiempo en contraste con su profesión solemne antes de refugiarse en el consuelo de Dios, que la cambió radicalmente.
Clarice, este era su nombre secular, era de familia noble, nacida del conde Marcantonio y de Ottavia Orsini, que a sus nueve años decidieron que se educara en Viterbo, en el convento de San Bernardino, donde apenas había ingresado la primogénita Ginebra. Al contrario de la hermana, movida por una auténtica vocación, Clarice mostró un malestar ante el ambiente religioso y, dos años después, volvió a su natal Vignanello. Introducida con la hermana menor Hortensia en las casas de la alta nobleza, la futura santa se prendó de un marqués y deseaba el matrimonio, pero el padre prefirió casar a la otra hija, quizás porque era la preferida del rico pretendiente.
Profundamente afligida, la joven entró en el convento de San Bernardino y en enero de 1604 vistió el hábito asumiendo el nombre de Jacinta. Dijo al padre que lo hacía sólo para esconder su humillación y no abandonó las comodidades de la nobleza: hizo que la llevaran su cocina, alimentos y muebles de valor, vestía una túnica de seda, interesándose en «muchas vanidades y tonterías», como ella misma escribirá en el diario. Vivió en este aparente bienestar durante unos 10 años, hasta que una grave enfermedad y las francas advertencias de su confesor le abrieron los ojos sobre la necesidad de abandonar esa manera de vivir escandalosa. En el refectorio pidió públicamente perdón a las religiosas por las faltas contra la regla y contra Dios, al que mientras tanto había orado así: «Oh Dios, te ruego, ¡da un sentido a mi vida, dame la esperanza, dame la salvación!».
Desde entonces y hasta el final de sus días en la tierra, la santa, que cambió su nombre por el de Jacinta de María Virgen, vivió una vida hecha de oraciones ardientes, vigilias nocturnas, ayunos frecuentes a pan y agua, mortificaciones corporales y continuas meditaciones sobre la Pasión de Cristo, del que decía: «Jesús, mi amor, ha sido crucificado». Hizo introducir en Viterbo las Cuarenta Horas para la adoración del Santísimo Sacramento después de los días de carnaval, llegó a ser maestra de las novicias, mientras Dios la adornaba con numerosos dones místicos: discernimiento de los corazones, éxtasis, profecías.
A su ascetismo le acompañaba el compromiso en favor de los necesitados, que realizaba por medio de la cofradía de los “Sacconi” - dirigida por un amigo que había convertido y llamada así porque los fieles se vestían con un saco para asistir a los enfermos, los pobres y los encarcelados - y de los Oblatos de María, cuyos miembros se dedicaban a los ancianos. Jacinta murió con fama de santidad y los habitantes de Viterbo le cortaron varias veces la túnica porque eran conscientes de su donación total al Señor, que la llenó de una alegría inimaginable.