Santa Catalina de Siena
Sus 33 años de vida terrena, uno de los muchos signos de su pertenencia total a Jesús, estuvieron acompañados de dones místicos extraordinarios. Es copatrona de Italia y de Europa.
Los estigmas, los éxtasis, los coloquios con Dios, las bilocaciones fueron algunas de las innumerables gracias que recibió santa Catalina de Siena (1347-1380), copatrona de Italia y de Europa. La santa correspondió a estas gracias consumiéndose de pasión por la Iglesia y por Cristo crucificado, al que invocaba así: «¡Oh, loco de amor!». Sus 33 años de vida terrena, uno de los muchos signos de su pertenencia total a Jesús, estuvieron acompañados de dones místicos extraordinarios desde su infancia, unidos a una caridad hacia los pobres y enfermos que sacudía incluso a los corazones más endurecidos. Vigésimocuarta de los 25 hijos que tuvieron Lapa y Jacopo Benincasa (un tintorero), Catalina tuvo, con apenas seis años, su primera visión: vio el cielo abierto con Jesús entronizado en el momento de bendecirla, coronado con la tiara papal y cubierto por un manto rojo, y flanqueado por los santos Pedro, Pablo y Juan.
Había nacido durante el periodo del exilio de Aviñón (1309-1377), la larga crisis de la Iglesia en la que la sede del papado se había establecido en Aviñón, lejos de donde Pedro y Pablo habían sufrido el martirio. Esa primera experiencia sobrenatural fue una anticipación de su misión, dedicada a hacer regresar al papa, al que ella llamaba «dulce Cristo en la tierra», a Roma. Pocos meses después hizo voto de virginidad, pero cuando tenía 12 años sus padres quisieron concertar su matrimonio.
Recordando el voto y la petición que le había hecho a la Virgen, a la que le había pedido que le diera a su Hijo como esposo, la santa se resistió. Llegó a cortarse todo el cabello y a cubrirse la cabeza con un velo. El padre, al final, accedió a los deseos de su hija cuando vio que una paloma se posaba sobre su cabeza mientras oraba. A los 16 años entró de manera excepcional, gracias también a la Providencia, entre las “mantellate” de la Tercera Orden Dominica (a la que accedían sólo viudas y mujeres adultas), llamadas así por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco.
Cuando se concluyó el Carnaval de 1367 llegó el momento tan deseado por Catalina: su boda mística con Cristo, que le puso en el dedo un anillo que sólo era visible para ella, ante el júbilo de la Virgen y una multitud de santos. Tres años más tarde comenzó a formarse la “Hermosa Brigada”, compuesta por hombres y mujeres, religiosos y laicos, fascinados por el carisma de la santa y a los que se denominó “caterinati”. Acompañaban a Catalina en sus desplazamientos y la ayudaban en sus obras de caridad hacia los enfermos, a los que ella acudía con amor y esmero, más aún si se trataba de enfermos contagiosos. Más abandonados estaban, más veía en ellos el rostro de Cristo. Mientras tanto, el Señor le había entregado el Corazón durante un éxtasis en la iglesia del convento: «Se le apareció Jesús rodeado de luz que, abriéndole el pecho, le entregó su Corazón diciendo: “He aquí, queridísima hija mía: el otro día yo te quité el corazón, por lo que ahora te doy el Mío, por el que siempre vives”», escribió su biógrafo, el beato Raimundo de Capua, al que los dominicos habían designado como su confesor personal en 1374.
Cuatro años antes, la santa, que era analfabeta, había empezado a escribir o dictar gracias al don de la ciencia infusa una gran cantidad de cartas, de las que se conservan 381, dirigidas a pontífices, obispos, gobernantes y otras personalidades ilustres del siglo XIV. Sus cartas tenían un tono firme, pero siempre estaban dictadas por el amor materno, en aras de la salvación de las almas y la instauración del Reino de Cristo en la tierra: «Ningún Estado puede permanecer en estado de gracia en la ley civil sin la santa justicia», advertía. Solía presentarse así: «Yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo a vos en la preciosa Sangre de Él».
El 1 de abril de 1375 recibió los estigmas, que por petición explícita suya a Dios permanecieron invisibles, apareciendo sólo poco antes de su muerte. Al año siguiente, su fervoroso consejo fue fundamental para vencer los últimos temores del papa Gregorio XI (al que le habían llegado noticias de los graves desórdenes que asolaban Roma) y convencerle de que su vuelta a la Urbe, que tuvo lugar en enero de 1377, era voluntad divina.
A la muerte de Gregorio, la santa sufrió otra inmensa pasión eclesial: el inicio del Cisma de Occidente (1378-1417), causado por los cardenales franceses disidentes que eligieron a su antipapa. A pesar de las enormes dificultades que ya tenía para caminar, cada día iba a San Pedro: «Parece que este tiempo lo tenga que confirmar con un nuevo martirio en la dulzura del alma mía, es decir, la santa Iglesia». En esos años nació el magnífico Diálogo de la Divina Providencia (que le valdrá, en 1970, la proclamación como Doctora de la Iglesia), en el que el Padre eterno le reveló que el Hijo encarnado es el puente entre el cielo y la tierra, fruto de su Misericordia: «Viendo mi bondad que no había modo de atraeros hacia Mí, envié a mi Hijo a la tierra […]. No podía mostraros mayor amor que dando la vida por vosotros. Por tanto, el hombre es llevado al Amor a la fuerza, siempre que en su ignorancia no se resista a dejarse atraer».
Tras semanas de agonía, exhaló su último respiro a las tres de la tarde, diciendo dulcemente: «Padre, en tus manos encomiendo mi alma y mi espíritu».
Patrona de: enfermeras, Italia, Europa
Para saber más: epistolario, Diálogo de la Divina Providencia