San Sofronio de Jerusalén
Tuvo el grandísimo mérito de denunciar la herejía monotelita y permaneció con sus fieles durante la invasión islámica de la Ciudad Santa
El humilde teólogo y patriarca san Sofronio de Jerusalén (c. 560-638), que tuvo el grandísimo mérito de denunciar la herejía monotelita y permaneció con sus fieles durante la invasión islámica de la Ciudad Santa, nació en Damasco, y desde muy temprano demostró su talento en los estudios. Viajó mucho desde muy joven, y pronto encontró en su camino a Juan Mosco, escritor y monje bizantino, que se convirtió en su amigo y guía espiritual. Con él se dirigió a Egipto, hacia el 580, donde se dedicó a la vida ascética, estudió filosofía y comenzó a tener graves problemas en los ojos, de los que sanó gracias a la intercesión de los mártires alejandrinos Ciro y Juan. Agradecido, recogió unos 70 milagros atribuidos a los dos santos.
Se hizo monje en el monasterio de San Teodosio, no lejos de Belén, donde vivió durante algún tiempo. Después se dedicó a varias misiones entre el Asia Menor y el África septentrional para combatir el monofisismo (la herejía que atribuía a Jesús solo la naturaleza divina) y enseñar la recta doctrina sobre las dos naturalezas - la humana y la divina - subsistentes en la única persona de Cristo, solemnemente definida en el Concilio de Calcedonia del 451. A causa del avance de los persas en Palestina y Egipto, el santo se refugió en Roma junto con Juan Mosco, que murió unos años después, en el 619, y que le había pedido que sepultara su cuerpo en el Monte Sinaí o en Tierra Santa. Así hizo Sofronio a su regreso a Oriente y enterró a su amigo en el monasterio de San Teodosio, en una fase histórica y religiosa que se iba haciendo cada vez más complicada.
Después de haber recuperado las provincias orientales ocupadas por los persas, el emperador bizantino Eraclio intentó resolver la división entre católicos y herejes monofisitas para reforzar la unidad interna del imperio. Pidió al patriarca de Constantinopla, Sergio I, que encontrara un compromiso aceptable entre ambas partes. Pero el intento de renunciar a la verdad se reveló un desastre. En el 633 Sergio y Ciro, patriarca de Alejandría, elaboraron el monoenergismo, una herejía que sostenía la presencia en Cristo únicamente de la energía divina: frente al acuerdo de los dos patriarcas orientales, fue providencial la oposición de Sofronio. El santo, que mientras tanto había encontrado al más joven Máximo el Confesor (al que los perseguidores monotelitas cortarán la lengua y la mano derecha), se convirtió en patriarca de Jerusalén el año sucesivo, adquiriendo así mayor autoridad.
Para superar la oposición de Sofronio, Sergio trabajó en otra fórmula de compromiso (el Ekthesis, emanado en el 638 bajo forma de edicto imperial), y que sustituía el monoenergismo con una herejía similar, el monotelismo, que sostenía la presencia en Cristo de una única voluntad divina, negando así la presencia al mismo tiempo de la voluntad humana. Tampoco el papa Honorio († 638) entendió el truco, como se desprende de una carta privada que envió al patriarca de Constantinopla; pero una vez más Sofronio defendió la verdadera doctrina. Mientras tanto había surgido otro problema. El ejército del califa Omar había ocupado Jerusalén, continuando los planes de expansión militar del neonato islam (Mahoma había muerto en el 632) en las tierras de los “infieles”. Para evitar consecuencias peores y la pérdida del culto, Sofronio no tuvo más remedio que aceptar de hecho un estado de dhimmi para los cristianos de la Ciudad Santa. En medio de esas circunstancias había encargado a Esteban de Dora, haciendo que jurase sobre el Calvario, a ir en su lugar a Roma para señalar el peligro que entrañaba la herejía monotelita.
Esteban de Dora mantuvo la promesa y llegó así al Concilio Lateranense del 649, presidido por el papa san Martín I, durante el cual el monotelismo fue condenado como herejía. El enviado de san Sofronio declaró: «Así me hizo prometer con juramento solemne: “Si tú olvidas o desprecias la fe que ahora está amenazada, deberás rendir cuentas a aquél que, aunque era Dios, fue crucificado en este santo lugar, cuando en su próxima venida él juzgará a vivos y muertos. Como tú sabes, no puedo hacer este viaje a causa de la invasión de los Sarracenos. […] Ve sin demora hasta el otro extremo de la tierra, a la Sede Apostólica, el fundamento de la enseñanza ortodoxa, y di a los santos hombres que están allí, no una, no dos, sino muchas veces lo que está sucediendo: diles toda la verdad y nada más. No dudes, pídeles y ruégales insistentemente que se sirvan de su inspirada sabiduría para emitir un juicio definitivo y destruir esta nueva enseñanza que nos ha sido impuesta”».