San Severino abad

Si en los confines del Imperio romano hubiera habido alguien con sus carismas, tal vez la historia hubiera sido distinta. Porque san Severino (hacia 410-482), evangelizador del Nórico, una región que incluía Austria central y parte de Baviera, sabía hacerse escuchar tanto por los romanos como por los bárbaros...

Santo del día 08_01_2020 Italiano

Si en los confines del Imperio romano hubiera habido alguien con sus carismas, tal vez la historia hubiera sido distinta. Porque san Severino (hacia 410-482), evangelizador del Nórico, una región que incluía Austria central y parte de Baviera, sabía hacerse escuchar tanto por los romanos como por los bárbaros. Como refiere su biógrafo san Eugipio (hacia 465-533) -autor de una Vita sancti Severini de 46 capítulos, reconocida como un valioso documento histórico-, Severino era un monje que, de joven, había estado en Oriente. No se sabe mucho más acerca de su juventud, como tampoco su fecha exacta de nacimiento ni sobre su familia de origen (probablemente romana por la calidad de su latín), porque cuando se le hacían preguntas sobre ello, el santo respondía que quien anuncia el Evangelio no tiene más edad que la eternidad y ninguna otra patria más que el Reino de los cielos.

Su apostolato en Nórico inició en el año 455, dos años después de la muerte de Atila, que había arrasado esas tierras. Como le relatará Severino a un religioso, su misión no había nacido por casualidad: «Que sepas que Aquel que te ha concedido la gracia de ser sacerdote, me ha ordenado que venga en auxilio de estos desdichados». Muy pronto, los habitantes descubrieron el ascetismo del monje, que caminaba descalzo incluso en invierno, usaba siempre una túnica, dormía en el suelo con el cilicio, ayunaba asiduamente y en Cuaresma comía una sola vez a la semana. También descubrieron sus dones de profecía, como cuando en la primera aldea de Nórico donde vivió, llamada Asturis por los romanos, predicó al pueblo que hiciera penitencia: «Los bárbaros están muy cerca; cerrad las puertas de la ciudad, poneos en estado de defensa y, sobre todo, rezad y haced penitencia». No le hicieron caso y se refugió en Comagenis (hoy Tulln): la invasión, como testimonió un superviviente, tuvo lugar precisamente en el día profetizado por el santo.

En los casi treinta años de misión en Nórico, fundó iglesias y monasterios y con su predicación instó a muchas almas a abandonar el culto pagano para convertirse al cristianismo. Con el tiempo se difundió también su fama de taumaturgo, dado que Severino solía llevar a cabo curaciones después de haber ordenado un ayuno durante unos días. Su ingenio para la caridad se manifestaba con el envío de cartas en las que pedía que se recogiera el diezmo para los pobres. Mientras el Imperio de Occidente se desmoronaba, Severino, gracias a sus virtudes y grandes dotes de organización, se comprometió en la atención religiosa y material de esos pueblos de frontera, y se preocupó también por su defensa militar. Y cuando los invasores conseguían completar su obra de conquista, el santo no dudaba en ir a verles personalmente para pedirles que fueran moderados con las ciudades sometidas y para que liberaran a los prisioneros.

Se entiende, por tanto, por qué los mismos bárbaros, cuyas costumbres llegó a mitigar, le reconocieran como un hombre de Dios. Entre los que quedaron admirados por su figura están el rey de los alamanes, Gibuldo, y el rey de los hérulos, Odoacro. Este, alrededor del año 470, fue a verle para pedirle consejo y su bendición: el santo le miró fijamente durante un tiempo, predijo su victoria y le aconsejó que hiciera el bien en favor de su pueblo. En 476, Odoacro derrocó al emperador Rómulo Augústulo y empezó a reinar en Italia, mostrando respeto tanto por las instituciones romanas como por la Iglesia católica, a pesar de que profesara el arrianismo. Mientras tanto, Severino había predicho a sus monjes que después de su muerte se verían obligados a dejar la región, y les pidió que llevaran su cuerpo a Italia, como luego sucedió. En los últimos instantes de su vida llamó a sus discípulos y, entonando el Laudate Dominum in Sanctis Eius, expiró mientras entonaba el último verso: «Que cada alma alabe al Señor».

Patrono de: Austria y Baviera