San Juan XXIII
La figura de san Juan XXIII en la historia de la Iglesia está especialmente unida a la convocatoria del Concilio Vaticano II. Indicó que se deben combatir los errores y anunciar la «doctrina cierta e inmutable» con un lenguaje renovado, pero siempre claro
Antes de su subida al trono petrino y conquistar el título de «Papa bueno», san Juan XXIII (1881-1963) ya había manifestado muchas de las que fueron las características de su pontificado. Giuseppe Angelo Roncalli, el cuarto de trece hijos de una familia campesina, nació en Sotto il Monte (Bérgamo). Durante su infancia alimentó una gran devoción a la Santísima Virgen, por su proximidad al Santuario de Nuestra Señora del Bosco, a la que definió como «la sonrisa de mi infancia, la custodia y aliento de mi vocación sacerdotal».
Fue capellán militar durante la Primera Guerra Mundial, actualmente es patrón del Ejército italiano (a pesar de algunas polémicas de quienes confunden la paz con el pacifismo). En las décadas de 1920 y 1940, mostró sus habilidades diplomáticas en las misiones apostólicas en Bulgaria, Turquía y Francia. En Estambul y París, paralelamente a lo que hizo Pío XII en el Vaticano, trabajó para salvar a los judíos de la deportación, proporcionándoles documentos falsos, medicinas, alimentos y solicitando la ayuda de reyes y embajadores. Como patriarca de Venecia, mostró toda su espontaneidad en las relaciones con la gente junto con un gran celo pastoral, centrándose en el sacramento de la Confesión: «Cualquiera puede tener que confesarse y yo no puedo rechazar las confidencias de un alma dolorida». También en este tiempo llamó a la democracia progresista, el imperialismo, el secularismo, el marxismo y la masonería, «las cinco llagas del Crucificado hoy».
Para sorpresa de los fieles, el 28 de octubre de 1958 fue elegido papa. Su pontificado duró menos de cinco años, pero tuvo un gran impacto. Muchos de sus gestos se hicieron famosos suscitando una vívida impresión. Desde la visita a niños enfermos como a prisioneros, hasta pronunciar el llamado «Discurso de la Luna». Fue el primer papa después de la unificación de Italia en salir de las fronteras romanas. También se le recuerda por sus encuentros con representantes de otras confesiones y religiones (desde anglicanos a judíos) y por su papel de mediador durante la crisis de los misiles de Cuba. Además, ayudó a salvar al mundo de la guerra nuclear, como el ateo Nikita Khrushchev reconoció de manera indirecta en una carta de felicitación que le envió por Navidad.
La figura de san Juan XXIII en la historia de la Iglesia está especialmente unida a la convocatoria del Concilio Vaticano II, que se anunció apenas tres meses después de su elección y se organizó en poco tiempo. «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz», dijo Juan XXIII en el discurso de apertura del 11 de octubre de 1962. Indicó que se deben combatir los errores y anunciar la «doctrina cierta e inmutable» con un lenguaje renovado, pero siempre claro, según «esa forma de exposición que más corresponde al magisterio, cuya naturaleza es predominantemente pastoral». Precisó que «ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad».
Murió el 3 de junio de 1963, con el Concilio en marcha. Unos días antes, ya en agonía, respondiendo a muchos que le preguntaban por la clave de su sacerdocio, dijo: «El secreto de mi sacerdocio está en el crucifijo que veis ante mí, frente a mi cama. Él me mira y yo le hablo». Luego agregó: «Tuve la gracia suprema de nacer en una familia cristiana humilde y pobre, pero temerosa de Dios, y de ser llamado al sacerdocio. Desde niño no he pensado en otra cosa, no he querido nada más. Mis días en la tierra se acaban, pero Cristo vive, la Iglesia continúa».
Los primeros documentos conciliares se publicaron en diciembre del mismo año y generalmente privilegiaron el «lenguaje parenético sobre el dogmático» (usando las palabras de monseñor Antonio Livi). Sin embargo, estos documentos tienen contenidos que no justifican las indebidas interpretaciones que a menudo sostienen, en nombre de un «espíritu conciliar» nunca especificado, ciertas corrientes eclesiales inclinadas a alinearse con el pensamiento del mundo. Corrientes todavía vigentes en la actualidad y que Benedicto XVI, en su discurso del 22 de diciembre de 2005 a la Curia romana, desaprobó, definiéndolas como portadoras de una «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la hermenéutica de la reforma, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado. [...] A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965».
Para saber más:
Discurso de San Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962)
http://www.vatican.va/content/john-xxiii/es.html (encíclicas, mensajes, homilías, etc.)