San Juan Crisóstomo
Fue uno de los grandes Padres de lengua griega que fue proclamado Doctor de la Iglesia por san Pío V en 1568, junto a los contemporáneos san Atanasio, san Basilio el Magno y san Gregorio Nacianceno. Muchos pontífices exhortaron a teólogos y fieles a imitar sus virtudes
«La sangre de Cristo renueva en nosotros la imagen de nuestro Rey, produce una belleza indescriptible y no permite que sea destruida la nobleza de nuestras almas, sino que las irriga y las nutre». Así hablaba del misterio eucarístico san Juan Crisóstomo (c. 347-407), uno de los grandes Padres de lengua griega que fue proclamado Doctor de la Iglesia por san Pío V en 1568, junto a los contemporáneos san Atanasio (c. 295-373), san Basilio el Magno (c. 329-379) y san Gregorio Nacianceno (c. 329-390). Muchos pontífices exhortaron a teólogos y fieles a imitar sus virtudes. Entre ellos se encuentran Benedicto XVI, que habló en varias ocasiones sobre la figura del santo celebrado hoy, y san Juan Pablo II, que en 2004 le entregó al patriarca de Constantinopla parte de las reliquias de Juan Crisóstomo y Gregorio Nacianceno veneradas en Roma, viendo en ese gesto «una ocasión bendita para purificar nuestra memoria herida y fortalecer nuestro camino de reconciliación».
Nacido en Antioquía, quedó huérfano de padre siendo niño. Transcurrió su primera juventud “encadenado a las pasiones del mundo”, como él mismo escribió. Cuando estudiaba conoció al obispo Melecio, pidió ser bautizado y empezó a estudiar exégesis bíblica bajo la guía de Diodoro de Tarso, madurando la decisión de permanecer célibe y abrazar la vida ascética. Durante seis años se retiró al desierto de Siria, consagrando sus días a la oración, el ayuno y el estudio de las Sagradas Escrituras, además de redactar diversos tratados espirituales, como el fundamental De Sacerdotio. En esta obra, dirigiéndose a san Basilio, expresó así el asombro y el sagrado temor que le suscitaba el sacrificio de Jesús en la Eucaristía: «Cuando ves al Señor inmolado en el altar y al sacerdote que, de pie, reza sobre la víctima... ¿puedes seguir pensando que estás entre los hombres, que estás en la Tierra? ¿No te sientes, al contrario, transportado en seguida al Cielo?».
Tras su vuelta a Antioquía fue ordenado diacono y, después, una vez transcurridos otros cinco años de preparación, sacerdote. Refutó la herejía arriana y se convirtió en un célebre predicador, capaz de transmitir las Escrituras de una manera comprensible a todos los fieles: precisamente por su elocuencia, un siglo después de su muerte se le dio el nombre griego de Crisóstomo, o sea, «Boca de oro». Exhortaba a los más instruidos en las verdades de fe a enseñar a los demás y recomendaba a los ricos a donar a los pobres. Él mismo era muy generoso en las limosnas y vivía de manera muy austera. Desarrolló su ministerio sacerdotal poniendo en práctica las meditaciones escritas durante su periodo como eremita en el desierto: «El Señor ha dicho explícitamente que la solicitud hacia su grey es una prueba de amor hacia Él». Consciente de la grandeza de los sacramentos, instituidos por Cristo mismo, escribió que los sacerdotes «han recibido un poder que Dios no ha concebido ni a los ángeles ni a los arcángeles. […] Lo que los sacerdotes cumplen aquí abajo, Dios lo confirma allí arriba».
A esta profunda conciencia le acompañó siempre la humildad, custodiada gracias a la constante oración: «Nada vale tanto como la oración; esta hace posible lo imposible, fácil lo difícil». En el 398 se convirtió en obispo de Constantinopla. Impulsó la evangelización de las zonas rurales y la construcción de hospitales, denunciando al mismo tiempo el pecado y los vicios. Su entusiasmo le procuró enemigos, tanto en la corte imperial como en una parte del clero de Oriente, fomentada por Teófilo de Alejandría: en el año 403 fue condenado por primera vez al exilio, del que volvió rápidamente a Constantinopla entre las aclamaciones del pueblo.
Pero las tramas en su contra continuaron, a pesar de las repetidas intervenciones del papa Inocencio I en su favor («Juan, vuestro obispo, ha sufrido injustamente», escribió en una carta a los fieles de Constantinopla). El 9 de junio del 404 el emperador le obligó definitivamente a dejar la ciudad y a su amado rebaño. Desde el exilió escribió al Santo Padre: «Tú has superado al padre más afectuoso en tu benevolencia y en tu entusiasmo hacia nosotros». Tras tres años de confinamiento en las montañas de Armenia fue transferido al Ponto, donde murió el 14 de septiembre del 407. Sus ultimas palabras terrenales fueron: «Gloria a Dios en todas las cosas».
Para saber más:
Carta de Benedicto XVI por el XVI centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo
Opera omnia (textos en varios idiomas)