San Francisco de Jerónimo
Célebre predicador, tenía el don de la profecía
«¡Volved a Cristo!», amonestaba en sus misiones por las calles de Nápoles san Francisco de Jerónimo (1642-1716), el célebre predicador que tenía el don de la profecía y a quien se le atribuyen en vida varios milagros.
Primogénito de 11 hijos, cuatro de los cuales se hicieron religiosos, nació en la Apulia en una familia acomodada. Desde pequeño mostró una gran piedad cristiana. Sus biógrafos hablan de un milagro que realizó a una edad temprana, conocido como el «milagro del pan». Un día dio a los pobres el dinero que le habían dado para comprar pan y, al regresar a casa, recibió una reprimenda de su madre. Él respondió con calma: «Madre, mira en el armario y verás si el Señor hoy nos dejará sin lo necesario». La mujer abrió la despensa y descubrió que estaba llena de pan fresco y fragante.
A los diez años de edad obtuvo el permiso de sus padres para entrar en la comunidad de los Padres Teatinos, donde mereció el título de «ángel» por su pureza y caridad. En 1665 se mudó a Nápoles, donde se licenció en derecho canónico y civil, profundizó en sus estudios teológicos, recibió la ordenación sacerdotal y se hizo jesuita. A excepción de algunas misiones a corto plazo y un período de tres años en Lecce, pasó el resto de su vida en Nápoles, centro del reino del mismo nombre y en el que era evidente el contraste entre el esplendor de los palacios nobles y la degradación de los barrios bajos. Por lo tanto, cuando en 1675 Francisco completó sus estudios y pidió a sus superiores poder irse como misionero a las Indias, estos le dijeron: «Tus Indias serán Nápoles».
El santo realizó su apostolado predicando por plazas y calles, tratando de transmitir el amor por Jesús y por María. Dedicó sus esfuerzos en convertir a las prostitutas, visitar a los prisioneros, aliviar el sufrimiento de los pobres y de los enfermos. Extendió la devoción a san Ciro - el antiguo mártir egipcio - entre los napolitanos, llevando consigo algunas reliquias del santo, con las que solía bendecir a los enfermos. Las curaciones fueron numerosas y muchos pensaron que Francisco utilizaba las reliquias de san Ciro para ocultar humildemente sus dones de taumaturgo. Era muy atento a los sacramentos y cada tercer domingo de mes multiplicaba los esfuerzos para distribuir la Comunión general: preparaba los corazones de las personas con sermones al abierto y las instaba a entrar en la Iglesia del Gesù, donde muchos otros sacerdotes estaban listos para confesar.
La profecía fue otra de las gracias que recibió del Señor. Un matrimonio le pidió un día que bendijera a su hijo. Francisco tomó al niño en sus brazos y exclamó: «Este niño vivirá hasta hacerse muy viejo y no morirá antes de los noventa. Será obispo y santo y hará grandes cosas por Jesucristo». El niño al que había bendecido era Alfonso María de Ligorio (1696-1787). Fue la madre de este último, Anna Cavalieri, quien le contó al padre Antonio María Tannoia, el primer gran biógrafo de san Alfonso, este hecho profético. Alfonso murió a los noventa años y diez meses, fue obispo de Santa Agata de’ Goti, fundó la Congregación del Santísimo Redentor y es venerado como Doctor de la Iglesia por su ciencia teológica. En resumen, san Francisco de Jerónimo no se había equivocado.