Santa Cecilia por Ermes Dovico

San Bernardino Realino

Dio inicio a un movimiento de sacerdotes diocesanos con la intención de mejorar el conocimiento de la teología moral y para formar buenos confesores y predicadores

Santo del día 02_07_2020 Italiano English

Antes de decidirse por la vida religiosa y convertirse, de un modo muy especial, en patrono de Lecce, san Bernardino Realino (1530-1616) tuvo una carrera brillante y honesta como administrador. Creció con muchísimos intereses, a veces arriesgando caer en el abismo, del que se salvó gracias a la fe.

Nacido en Carpi, su madre le educó en las virtudes cristianas y se formó madurando una gran pasión por la poesía y la filología. Tras enamorarse de la belleza pura de una joven llamada Cloride, a la que conoció en una iglesia, se dedicó a estudiar derecho. Una vez licenciado en derecho civil y canónico, Bernardino fue de un municipio a otro del norte de Italia, trabajando como alcalde, juez de primera instancia y fiscal. Era cortés y generoso, pero las cosas terrenas a veces le hacían desviarse del camino. Cuando su familia sufrió una injusticia, no consiguió frenar su ira e hirió al responsable en la cabeza con su espadín.

Cuando tenía unos treinta años, otro hecho lo conmocionó. Le llegó la noticia de la muerte de su amada Cloride, lo que se añadía al sufrimiento por la situación de sus administrados, que sufrían una grave carestía. En ese momento de gran desconsuelo sintió la tentación de suicidarse, pero lo superó con la ayuda de la oración. El 3 de julio de 1561, mientras meditaba sobre las vanidades del mundo y las gracias divinas, la mujer a la que había amado honestamente en su corazón se le apareció y le indicó el cielo. Poco después, el virrey de Sicilia lo llamó para que fuera a Nápoles; aquí tuvo lugar el cambio. Conmovido en lo más hondo por el sermón de un jesuita, quiso confesarse con él. El sacerdote notó su inclinación a la vida religiosa y lo invitó a un retiro espiritual de ocho días y le aconsejó algunas lecturas. Al final, con 34 años, Bernardino decidió entrar en la Compañía de Jesús, recién fundada.

Fue ordenado sacerdote tres años más tarde. Sus progresos espirituales convencieron a san Francisco de Borja a elegirlo como maestro de los novicios. Se dieron cuenta de su paternidad tanto sus jóvenes alumnos como los prisioneros, los enfermos y muchos otros fieles a los que asistía espiritualmente, dedicando mucho tiempo a confesar y enseñar el catecismo. En 1574 le enviaron a Lecce para verificar la posibilidad de fundar una casa y un colegio jesuita en esta ciudad. Pronto entró en el corazón de los habitantes del lugar, que se beneficiaron de su presencia durante 46 años, hasta su muerte. En ese largo periodo, en más de una ocasión sus superiores le obligaron a mudarse a otra ciudad, pero cada vez que Bernardino estaba ya preparado para irse sucedía algo que le impedía irse de Lecce. En esta ciudad fundó también la Iglesia del Gesù, donde descansa su cuerpo, y dio inicio a un movimiento de sacerdotes diocesanos con la intención de mejorar el conocimiento de la teología moral y para formar buenos confesores y predicadores.

En su lecho de muerte, tras haber ofrecido durante años sus sufrimientos físicos a Dios, una delegación del municipio le visitó para pedirle, de manera extraordinaria, que fuera el protector de la ciudad en cuanto llegara al Paraíso. Bernardino hizo un gesto de aprobación con la cabeza y murió susurrando: «Jesús… María». A menudo se le representa con el Niño Jesús; de hecho, en una Nochebuena heladora en la que sentía mucho frío se le apareció la Virgen, que le dio a su Hijo divino para que lo cogiera en brazos. Entre sus grandes admiradores se encuentra san Roberto Belarmino: «Nunca he oído a nadie decir nada malo del padre Realino, a pesar de ser yo su padre provincial; ni siquiera quienes estaban mal dispuestos hacia la Compañía y aprovechaban cualquier ocasión para hablar mal de ella, siempre hacían una excepción con Realino… Todos saben que es santo». Después de ser beatificado por León XIII, fue canonizado en 1947 por Pío XII, que lo confirmó patrono de Lecce y alabó su fervor por Dios y las almas.