San Antonio María Claret
Junto a la intercesión de la Virgen y de los otros santos, recordaba siempre pedir la protección angélica. Fundó los Misioneros Hijos del Corazón Inmaculado de María.
El fundador de los Misioneros Hijos del Corazón Inmaculado de María y de las Religiosas de María Inmaculada, san Antonio María Claret (1807-1870), era el quinto de 11 hijos. Había nacido de padres profundamente cristianos, siendo bautizado el 25 de diciembre (dos días después del nacimiento), con el nombre de Antonio Adjutorio Juan. Como contará en la Autobiografía, escrita en obediencia a su superior, él mismo añadirá «el dulcísimo nombre de María, porque María Santísima es mi Madre, mi Madrina, mi Maestra, mi Directora y mi todo después de Jesús» (Aut. 5).
La Virgen le libró de un par de grandes tentaciones antes de que se decidiera, con 22 años, a entrar en el seminario. En 1840, ya sacerdote, comenzó las misiones populares, que le llevaron a predicar, durante nueve años, en Cataluña y después en las Canarias. Junto a la intercesión de la Virgen y de los otros santos, recordaba siempre pedir la protección angélica: «Nunca jamás me olvidaba de invocar al glorioso San Miguel y a los ángeles custodios, singularmente de mi guarda, al del Reino, al de la provincia, al de la población (en) que predicaba y de cada una persona en particular» (Aut. 268).
Para aumentar los frutos de la predicación, y consciente de la necesidad de una buena prensa católica, fundó la Librería Religiosa. «La sociedad no perece por otra cosa sino porque ha retirado a la Iglesia su palabra, que es palabra de vida, palabra de Dios» (Aut. 450), escribía con extraordinaria lucidez. Y explicaba: «El ministerio de la palabra, que es, al mismo tiempo, el más augusto y el más invencible de todos, como que por él fue conquistada la tierra, ha venido a convertirse en todas partes, de ministerio de salvación, en ministerio abominable de ruina. Y así como nada ni nadie pudo contener sus triunfos en los tiempos apostólicos, nada ni nadie podrá contener hoy sus estragos si no se procura hacer frente por medio de la predicación de los Sacerdotes y de grande abundancia de libros buenos y otros escritos santos y saludables» (Aut. 452). A este propósito, Jesús y María confirmaron varias veces la bondad de sus escritos a través de locuciones interiores.
El 16 de julio de 1849, con otros cinco compañeros, fundó los Misioneros Hijos del Corazón Inmaculado de María, hoy llamados Claretianos. Pero, algunos días más tarde recibió, por sorpresa, el nombramiento de arzobispo de Santiago de Cuba. Desembarcó en la isla, entonces colonia española, a comienzos de 1851. Recorrió la diócesis a lo largo y ancho, desarrollando una inmensa actividad. Reformó el clero, predicó contra el concubinato y en favor de la grandeza del matrimonio, defendió los derechos de la Iglesia, cuidó con sus propias manos a los enfermos de cólera, instituyó cajas de ahorro y cajas de trabajo para mejorar las condiciones de campesinos y obreros, adversó la esclavitud. Tanta caridad le procuró enemigos, que intentaron varias veces que fuera asesinado. Como el 1 de febrero de 1856, en Holguín, donde un hombre armado con una navaja le hirió gravemente en la mejilla izquierda y en el brazo derecho. Le quedaron las cicatrices. Pero el santo, en vez de entristecerse por el doloroso incidente, se alegró de haber podido derramar sangre (al menos cuatro libras y media) por amor de Jesús y María.
Al año siguiente fue llamado a España y nombrado confesor de la reina Isabel II. En España, el 26 de agosto de 1861, recibió el don místico más grande. Ese día, «hallándome en oración en la Iglesia del Rosario, en La Granja, a las 7 de la tarde, el Señor me concedió la gracia grande de la conservación de las especies sacramentales y tener siempre, día y noche, el Santísimo Sacramento en el pecho; por lo mismo, yo siempre debo estar muy recogido y devoto interiormente; y además debo orar y hacer frente a todos los males de España (…)» (Aut. 694). En particular, «los tres grandes males» que el Señor le dio a conocer al día siguiente: «El Protestantismo, mejor dicho, la descatolización; la república y el Comunismo. Para atajar a estos tres males me dio a conocer que se había de aplicar tres devociones: el Trisagio, el Santísimo Sacramento y el Rosario» (Aut. 695).
La Revolución española de 1868 le obligó al exilio en Francia. Y allí murió - después de un último, vano, intento de capturarlo por parte de sus perseguidores - el 24 de octubre de dos años más tarde. Entretanto, había participado en el Concilio Vaticano I, donde el 31 de mayo de 1870 pronunció un apasionado discurso apoyando la proclamación del dogma de la infabilidad papal, es decir, cuando el Vicario di Cristo define ex cathedra cuestiones de fe y de moral.
Para saber más:
Autobiografía y otros escritos (en diferentes lenguas)