San Juan Evangelista por Ermes Dovico

San Ambrosio

"¡Ambrosius episcopus!”. Quién sabe cuán diferente habría sido la historia de Milán y de su diócesis, descrita durante siglos con el adjetivo "ambrosiana", así como la de toda la Iglesia, sin la voz de aquel niño que en el año 374 gritó el nombre del entonces prefecto Ambrosio (340-397), al que siguió inmediatamente la aclamación de los fieles reunidos en la iglesia.

Santo del día 07_12_2019

“¡Ambrosius episcopus!”. Quién sabe cuán diferente habría sido la historia de Milán y de su diócesis, descrita durante siglos con el adjetivo “ambrosiana”, así como la de toda la Iglesia, sin la voz de aquel niño que en el año 374 gritó el nombre del entonces prefecto Ambrosio (340-397), al que siguió inmediatamente la aclamación de los fieles reunidos en la iglesia. El santo, como nos dice su secretario y biógrafo Paolino, había ido allí para calmar las almas de católicos y arrianos (declarados herejes medio siglo antes por el Concilio de Nicea, pero todavía influyentes), porque tras la muerte del obispo arriano Aussenzio cada uno de los bandos quería un sucesor que le conviniese. Ambrosio hizo de todo, incluso intentar manchar su buena reputación, para rechazar la misión. Era un simple catecúmeno y no se sentía preparado ni veía el sacerdocio en su futuro, pero ante la insistencia de los fieles decidió finalmente aceptar, convencido de que esa era la voluntad de Dios.

Con su consagración el 7 de diciembre, comenzó su largo ministerio episcopal destinado a dejar una huella duradera en la Iglesia y que lo convirtió en un modelo para los obispos. Ambrosio se comprometió inmediatamente a compensar sus lagunas teológicas, estudiando las Sagradas Escrituras con prontitud y aprendiendo a comentarlas a través de las obras de Orígenes y de santos como Atanasio y Basilio el Grande. Para Ambrosio la Biblia es “un mar que contiene en sí mismo sentidos profundos y abismos de enigmas proféticos”, por lo que su lectura debe estar acompañada por la oración e incluso ser oración misma, para asimilar concretamente en el corazón la Palabra de Dios y encarnarla en la propia vida. “Cuando leíamos las historias de los Patriarcas y las máximas de los Proverbios, tratábamos cada día de moral para que vosotros, formados e instruidos por ellos, os acostumbréis a entrar en la senda de los Padres y a seguir el camino de la obediencia a los preceptos divinos”, enseñaba a los catecúmenos.

Este enfoque de oración ante los textos sagrados ayudó a la conversión de san Agustín, que había llegado a Milán como un escéptico y con la intención de oponerse a Ambrosio, quien, en cambio, siempre lo recibió con amabilidad y lo atrajo con su predicación. Pero más que los discursos, Agustín quedó impresionado en 386 por el testimonio de Iglesia unida como un solo cuerpo cuando Ambrosio se opuso vigorosamente a la decisión de Valentiniano II (instigado por su madre Justina) de ceder una basílica a los arrianos, hasta el punto de encerrarse haciendo una barricada en su interior con los fieles -con los soldados imperiales fuera- e inducir a los herejes a desistir. “El pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su propio obispo”, escribió Agustín en las Confesiones, lo que choca con la forma en que se profanan hoy algunas iglesias. Fue en esa ocasión en la que Ambrosio, autor de himnos sagrados que revelaban su talento musical, introdujo el canto antifonal, una de sus muchas contribuciones a la Liturgia, mantenida posteriormente por sus sucesores como núcleo del Rito ambrosiano.

Fue benevolente con los últimos de la sociedad, a quien había entregado sus bienes al comienzo del episcopado, y firme con los poderosos aunque fueran sus protectores, como el emperador Teodosio, uno de los tres que promulgó el edicto de Tesalónica (380) con el que el cristianismo fue declarado religión oficial del imperio. Así, cuando Teodosio ordenó una masacre entre la gente de Tesalónica para vengar el asesinato de un oficial, Ambrosio le escribió que hiciera penitencia, y así lo hizo el emperador, llorando “públicamente en la Iglesia por su pecado”. Ejercitando ejemplarmente la autoridad moral de la Iglesia, reafirmó que había sido fundada sobre Pedro (ubi Petrus, ibi Ecclesia / “donde está Pedro, allí está la Iglesia”) y desempeñó un papel decisivo en la defensa del Papa Dámaso contra los intentos del usurpador Úrsino.

Por su trabajo en la salvaguarda de la correcta doctrina que expuso en varios escritos, fue proclamado entre los primeros cuatro grandes doctores de la Iglesia, junto con Agustín, Jerónimo y Gregorio Magno. A menudo insistió en el papel de la Virgen en la historia de la salvación, exhortando a los fieles a imitarla (“que el alma de María esté en cada uno para engrandecer al Señor”), comenzando por su fe: “Si según la carne sólo una es la madre de Cristo, según la fe todas las almas generan a Cristo”, dijo comentando el Evangelio y demostrando que Jesús era el objetivo de su teología, de lo que dio pruebas visibles incluso en las últimas horas terrenales: murió de hecho en la madrugada del Sábado Santo, pasando la tarde de la víspera rezando acostado en la cama y con los brazos abiertos formando una cruz.

Patrono de: apicultores, prefectos, obispos; Lombardía, Milán