Santa Cecilia por Ermes Dovico

Pascua de Resurrección

El dolor experimentado por Jesús en el día de su muerte en la cruz, que los fieles de todos los tiempos reviven, adquiere significado a la luz de la Resurrección, la prueba suprema de su divinidad y de sus palabras eternas: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

Santo del día 12_04_2020 Italiano

El dolor experimentado por Jesús en el día de su muerte en la cruz, que los fieles de todos los tiempos reviven, adquiere significado a la luz de la Resurrección, la prueba suprema de su divinidad y de sus palabras eternas: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). La Pascua es, con toda razón, la mayor solemnidad para los cristianos, es el corazón y la cumbre de toda nuestra fe, que se basa en un hecho que sucedió hace dos mil años. Un hecho real en el que el protagonista no es un dios abstracto, sino un Dios que se hizo carne, asumió la naturaleza humana en el seno de la Virgen María y vivió dentro de nuestra propia historia. Como nos dicen no sólo los signos que la Santísima Trinidad siempre ha dado desde el comienzo de los siglos, sino los múltiples testigos oculares de Cristo muerto y resucitado. Testigos de carne y hueso, quienes con la fortaleza recibida del Espíritu Santo después de la Resurrección y Ascensión de Jesús sufrieron el martirio por no renegar de su fe.

Es la Resurrección la que precede al cambio radical de Pedro y los demás apóstoles, que si de hecho habían sido conquistados por Jesús antes, lo habían sido con todas las debilidades, límites y esquemas humanos. Esta es la razón por la cual, por ejemplo, Pedro y Juan, después de Pentecostés y la clamorosa curación del inválido de 40 años delante de la puerta del templo llamado Bella, frente al Sanedrín, que los encarcela y amenaza para que dejen de hablar sobre Cristo resucitado, responden con firmeza: «¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 19-20). Habían visto la victoria de Cristo sobre la muerte, que entró en el mundo a causa del pecado original y del engaño de Satanás, el ángel caído por su soberbia, el primer adversario de Nuestro Señor y el primero en haber rechazado eternamente Su amor.

La secuencia litúrgica de hoy restituye un bello sentido del evento pascual y de la lucha escatológica que está en la base: «Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo. El autor de la Vida estaba muerto, mas ahora está vivo y triunfa». Es la preciosísima Sangre de Jesús la que nos redimió y es Su Resurrección la que es esperanza segura de salvación para aquellos que creen en Él y observan su Palabra. En este sentido, es significativa la forma en que Mateo relata los hechos del sepulcro. Surge el contraste entre los guardias (situados ante el sepulcro por los fariseos incrédulos y los sumos sacerdotes, responsables de la crucifixión), quienes al ver el aspecto deslumbrante del ángel del Señor «temblaron de miedo», y las mujeres piadosas, animadas en su lugar por la caridad, inmediatamente tranquilizadas por el mensajero celestial: «Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis”».

El mismo sepulcro vacío, que el ángel dijo de ir “a ver”, nos habla de la Resurrección. Y es allí hacia dónde Pedro y Juan corrieron, avisados por María de Magdala: un hecho que el cuarto evangelista consideró importante testificar, en beneficio de la posteridad. Puesto que fue precisamente en el sepulcro, al ver la forma única en que habían sido dispuestos el sudario y las vendas, donde Juan, incluso antes de ver al Resucitado con sus ojos, «vio y creyó».

La resurrección de Jesús ha sido un hecho único e irrepetible, la causa de la Redención humana. Sin embargo, al mismo tiempo, Su Pascua se renueva para cada cristiano en el sacramento de los sacramentos, la Eucaristía, a través de la Iglesia, llamada por Cristo a continuar su misión en la tierra para asegurar a los fieles los medios necesarios para la salvación y la santificación, ante todo, Su Cuerpo y Su Sangre. De ahí la indicación: «Haced esto en memoria mía». La presencia real de Cristo en la Eucaristía hace perenne Su sacrificio y entrega de Sí mismo a los hombres, que nutriéndose de Su Cuerpo pueden vivir el misterio pascual en sus personas, pasando de la muerte del pecado a la nueva vida en Él. Cristo es nuestra Pascua y es la fuente de la verdadera alegría, que ha regenerado al hombre y les pide a todos que se dejen atraer por Su designio salvífico, para ser partícipes de la vida divina y resurgir en el cuerpo en Su retorno glorioso.