San Benjamín por Ermes Dovico
ÉTICA Y DINERO

Para ayudar a los pobres, la Iglesia necesita a los ricos

El dinero no es malo en sí mismo, sino un instrumento que, si se utiliza con sabiduría, puede servir para construir el bien. El progresismo predica una Iglesia pobre, solo porque quiere suplantarla.

Economía 28_03_2025 Italiano English

En los últimos meses, el escándalo que ha involucrado a la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (UsAid) ha sacudido a gobiernos y medios de comunicación a nivel mundial. Las acusaciones de financiación indebida, porque se destinaba a guerras ideológicas antes que a ayuda humanitaria, y la consiguiente decisión de la administración Trump de pasar página han sacado a la luz una evidencia a menudo ignorada, tan simple como olvidada: solo quien tiene el dinero puede financiar y difundir instituciones e ideas, e influir en la opinión pública. Es esencial que los católicos reconozcan y redescubran la importancia de poseer y gestionar bien los recursos económicos para promover sus valores dentro de la sociedad.

La izquierda progresista ha comprendido desde hace tiempo la importancia de controlar los recursos financieros para promover la secularización y la agenda «woke». A través de grandes fondos, apoya iniciativas que a menudo van en contra de los principios tradicionales de la Iglesia. Al mismo tiempo, predica a la Iglesia (y desde dentro de la Iglesia) el ideal de la pobreza evangélica, ciertamente no por respeto y veneración, sino para desarmarla tanto social como políticamente. Este engaño del pauperismo se basa en la falsa asociación entre riqueza y materialismo, sugiriendo que una Iglesia pobre es también más espiritual, cuando en realidad es solo más miserable. Esta visión tiene raíces marxistas, según las cuales la riqueza de uno implica necesariamente el empobrecimiento del otro y confiere al más rico un poder opresivo.

Sin embargo, si observamos la historia, surge un panorama diferente. Desde los primeros siglos, la Iglesia ha utilizado enormes recursos económicos para difundir el Evangelio y construir la civilización cristiana. En la Edad Media, gracias al apoyo de benefactores y monarcas fieles, la Iglesia pudo fundar escuelas, universidades y hospitales, que se convirtieron en centros de conocimiento y asistencia que moldearon el mundo occidental. Las órdenes religiosas como los benedictinos y los franciscanos, aunque predicaban una vida sencilla, gestionaban inmensas propiedades territoriales, lo que les permitía mantener a comunidades enteras y preservar y aumentar el conocimiento.

En el Renacimiento, las grandes familias católicas italianas y españolas financiaron la construcción de basílicas, conventos y obras de arte que aún hoy dan testimonio de la grandeza de la civilización cristiana. En Francia, la monarquía y la aristocracia apoyaron las misiones jesuitas, que llevaron el Evangelio a Asia y América. Pensemos en el gran banquero católico bávaro Jacob Fugger, el banquero de los papas, así como amigo personal del emperador Carlos V de Habsburgo. En el siglo XIX, figuras como San Juan Bosco utilizaron donaciones y recursos para crear instituciones educativas que sacaron a miles de jóvenes de la calle, ofreciéndoles una mejor futuro. Incluso en el siglo XX, solo gracias a la financiación de católicos ricos fue posible construir escuelas, medios de comunicación independientes y movimientos provida.

Ante esta realidad histórica, resulta evidente que la negativa a aceptar el dinero como instrumento de apostolado es un error estratégico que ha permitido a la izquierda progresista conquistar amplios sectores de la sociedad. Quien tiene el control de los medios de comunicación, la educación y las instituciones culturales es capaz de moldear la mentalidad colectiva, estableciendo lo que se considera aceptable y lo que debe ser condenado al ostracismo. Por esta razón, es fundamental que surjan, hoy más que nunca, millonarios y multimillonarios cristianos conscientes de la batalla cultural en curso.

De cara al futuro, los católicos deben pensar a lo grande y no tener miedo de hacerlo. Financiar proyectos individuales está bien, pero se puede hacer más: se necesita una estrategia a largo plazo para crear un ecosistema económico alternativo capaz de sostener escuelas, universidades, periódicos, televisiones, editoriales y plataformas digitales. Se necesita una nueva clase de empresarios católicos dispuestos a usar su influencia para defender los valores perennes de la verdadera civilización occidental, aquella construida con los pilares de la antropología griega, el derecho romano y la fe católica. El modelo de las grandes fundaciones progresistas demuestra que las inversiones estructuradas y a largo plazo pueden cambiar la cultura de un país, o incluso de todo el mundo. ¿Por qué los católicos no deberían hacer lo mismo?

El dinero no es malo en sí mismo, sino un instrumento que, si se utiliza con prudencia, puede servir para construir el bien y contrarrestar las fuerzas que amenazan la civilización cristiana. La Iglesia necesita santos, pero también benefactores iluminados y valientes.